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Ven, que en mí hay también lugar para ti

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Las casas son los lugares a los que pertenecemos, y por eso pensar en mis casas –las pasadas, las actuales y las que se han mantenido– es un ejercicio que me gusta hacer con frecuencia. Pensarse parte de algo –y perteneciente a algo– es, para mí, un acto de fe: es arriesgarse a confiar en que el vínculo que nos une a otros es palpable y que va siempre en doble vía. Eso es también tener una casa: confiar en que ese lugar, sea único o se multiplique, será refugio; confiar en que ese lugar, aunque cambie, tendrá siempre la amplitud de un universo que no se delimita y que se expande para ser parte, en uno y en otros, de lo que se es.

Mientras escribo esto voy en un avión camino a mi casa –que es también la de mis papás–, y que es más como una casa dentro de otra casa. Esa casa contenida es el lugar en el que “ser” no tiene, ni siquiera, el peso de la palabra misma, y en el que sentiría el significado de familia si las palabras no fueran solo conceptos.

Mientras escribo esto me estoy también alejando de otro lugar que en los últimos meses se ha convertido en casa. Esa casa, aunque no es propia, se siente como la multiplicidad contenida, como la expansión de lo íntimo, de lo propio, de lo que nos pertenece. En esa casa, que se compone por varios lugares de una misma ciudad, he encontrado no solo la compañía profunda sino el impulso para romper las limitaciones que antes me había impuesto. Y es así como sabemos que una casa ha cumplido su finalidad: si hemos logrado cuestionar la forma en la que abordamos la incertidumbre. La casa, más que un lugar seguro, es el lugar que nos deja desprendernos de las certezas.

Conseguir nuevas casas es hacerse un regalo: hacer propio lo que nos mueve a la transformación constante, lo que nos deja estar sin necesidad de más. Mi último regalo fue hacer del mar mi casa, y es una casa que me gusta ver desde afuera: ver, pero no sentir, sus olas. Me gusta ver en la inmensidad del mar que uno, a pesar de los límites y trazos, también es expansivo; que nada, por pequeño que sea, se agota en uno si hay voluntad de conservarlo.

A ti, que me has abierto tu casa, ven: mi casa puede ser también tu casa.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valentina-arango/

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