En Valledupar todavía quedan los mejores restos de los nuevos pueblos: hay una comunidad imponente e informal donde no existe tal cosa como una persona desconocida. Parece ser, en la consciencia de los vallenatos que pasean su cemento caliente del mediodía, que su pueblo es todavía un lugar donde el individuo no se pierde en las terribles masas de la urbanidad.
Allí no cesan jamás los saludos en cualquier calle de cualquier barrio. Hay una memoria colectiva poderosa, extendiéndose por el cerebro de todos los fieles vallenatos, recordando cientos de nombres y apellidos que han recorrido su ciudad en un tiempo que parece extenderse hacia el pasado infinito. Es una sociedad, que, por sentirse chiquita, se agranda dentro del corazón de su gente que la sienten suya; se agranda cada recuerdo, cada persona, cada suceso.
Allá, a la sombra de la Sierra, sentirse de afuera no es difícil. Es un sentimiento inmediato, que se desvela al oír las conversaciones a la salida del aeropuerto. Es un veredicto que llega al no haber vivido toda la vida entre sus sierras, al no tener apellidos árabes, españoles e indígenas, al no acordarse de cada concierto de cada festival vallenato, y al no conocer el nombre de cada uno de los ríos rocosos, poblados por piedras que semejan huevos de dinosaurios que recorren la geografía. Porque no hay vallenato que se escape de retener esta infinidad de recuerdos. No solo te descubrirán por tu acento, tu piel, y tus ojos, sino también cuando llames a su “motoso” una siesta, al “chinchorro” una hamaca y a la patilla una “sandía”. Llegar a Valledupar siendo de afuera es una condena a ser llamado por un gentilicio, “el paisa”, “el cachaco”, “el italiano”, “el alemán”.
Su comunidad y su informalidad impactan cada segundo de cotidianidad. Impacta, por ejemplo, la relación de los vallenatos con su belleza geográfica. En el calor de los sábados, los vallenatos saben que el mejor escape son las aguas heladas del río Guatapurí, y este conocimiento es tan elemental en la existencia de esta gente alegre, que lo sienten tan suyo como su cuarto, su cama o su casa. Por eso, los niveles de cuidado y respeto de basuras son difíciles de mantener: en los ojos de los vallenato el río es suyo también y, como bien sabemos, hay una gente que mantiene la casa más ordenada que otras.
Impacta la manera de entender sus relaciones con la familia y los amigos. Es una comunidad que maneja los favores como una moneda importantísima entre sus habitantes. Los vallenatos saben bien que todas las ayudas al prójimo se devolverán sino en su generación, en la generación de sus hijos o la de sus nietos. Porque acá el tiempo es eterno y acá el cariño no se olvida ni se perdona. Hay un ferviente deseo que el amor sea reciproco.
Pero la realidad, a pesar de lo que permanece en el aire de esta realidad mágica, es que Valledupar ya no es un pueblo. Los octogenarios, que un día tenían de vecino a la población entera, ya tienen nietos que solo tienen como vecinos unas cuadras que componen una pequeña comuna en la ciudad creciente. Los pequeños problemas que trae acumular seres humanos, que podían ser resueltos por acciones comunitarias o con contratos sociales, se han vuelto problemas más grandes, de barrios empobrecidos, de desnutrición y de una falta de acceso a derechos fundamentales. Valledupar ha crecido más rápido de lo que han logrado adaptarse los vallenatos.
Y es este espíritu comunitario el que fue secuestrado por los clanes familiares que han sido los que más han violado el contrato social que se construyó en el ambiente familiar y cariñoso de la capital vallenata. Han maquinado para usar en beneficio propio las estructuras y recursos que trae la nueva realidad de la ciudad. Se han aprovechado de las necesidades básicas de la población más pobre, han violado el principio de confianza que permitió que se criara una cultura única, que nos regala el lloriqueo de los acordeones, las raspadas de la guacharaca, los pulsos de la caja y los sancochos de chivo para alimentar el letargo del mediodía.
Yo quiero que Valledupar se levante solo. No copiando a ningún otro pueblo, porque no tiene nada que envidiar. Está lleno de gente buena, trabajadora y feliz. Posee un tesoro sin precio en su cultura, su sol y sus ríos. Valledupar puede llegar a tener todo esto y al mismo tiempo erradicar el hambre, la falta de educación y los dolorosos niveles de pobreza que se ven en algunos de sus barrios aislados.
Muchas de las esperanzas de un pueblo se reúnen alrededor de los ciclos electorales pues como individuos creemos que si los cambios cíclicos pueden traer cosas mejores, también un cambio de mando lo hará. Y aunque sea un creyente del poder del buen manejo público, que ha sido tan usurpado por intereses privados junto a sus recursos, el primer cambio que debe suceder es en el corazón de los vallenatos. Entender su nuevo tamaño y sus responsabilidades comunes, pues estas ya van más allá de su barrio o su comuna, y se extiende a la responsabilidad de más de medio millón de corazones que se congregan en sus calles para decidir vivir todos los días.
Yo le veo un futuro soleado a Valledupar, pero solo amanecerá si su gente despierta primero.
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