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“Las emociones son la esencia de la vida… Sin emociones seríamos como máquinas”.

Rafael Bisquerra[i].

Últimamente me cuesta escribir. Tengo muchas ideas y opiniones, pero me resulta difícil expresarlas. Se vuelven un desorden de pensamientos que me agobia. Creo que pasa lo mismo con las emociones. Las que reprimimos o ignoramos terminan por volverse un torbellino interno que pesa y nubla e impide actuar.

Llevo muchos años yendo a terapia. Para mí, es algo tan normal como hacer ejercicio, alimentarme bien, descansar o leer. Gracias a ella he podido comprenderme mejor, perdonarme, sanar heridas del pasado y procesar emociones sin resolver por falta de herramientas. También este ejercicio de introspección y de conversación con el psicólogo me ha ayudado a entender mejor a los demás, a no tomarme nada personal, a reconocer en los otros ese guerrero que combate con sus propias frustraciones, emociones, deseos y sentimientos reprimidos o evadidos.

Me habría gustado que, desde pequeña, me enseñaran a identificar y nombrar cómo me sentía. En mi época solo existían dos emociones: la alegría y la tristeza. Estar alegre era lo correcto y lo esperado por todos. La tristeza pocas veces era válida. Debía ser muy corta y teníamos que olvidarnos de ella rápido. Y eso que yo era una niña. A los niños les tocaba más duro. Para ellos la tristeza no estaba permitida bajo ninguna circunstancia porque “los niños no lloran o los que lloran son débiles”. No entiendo a quién se le ocurrió semejante infamia. Los seres humanos somos, por naturaleza, emocionales, pero se espera que nos comportemos como autómatas y celebramos la frialdad de los comportamientos y de las reacciones como si fuera estoicismo.

Descubrimos el mundo y aprendemos un lenguaje por nuestros padres o cuidadores y comenzamos a expresar cómo nos sentimos. Sin embargo, la sociedad nos obliga a esconder nuestros sentimientos, a enmascararlos para que nadie conozca nuestro verdadero corazón e, incluso, a reprimir por completo las emociones. Y tampoco nos explican que hay tantas emociones diferentes como formas de ser, que el espectro emocional es mucho más amplio que dos sensaciones opuestas y que, además, todas son normales y necesarias.

Tendríamos relaciones más sanas si, en vez de cerrarnos a lo que somos y sentimos, nos educaran en inteligencia emocional, nos enseñaran a gestionar todo eso que pasa por nuestra mente, se aloja en el corazón y se manifiesta en el cuerpo. Qué rico sería que todos desde niños aprendiéramos a sentir mejor y, sobre todo, a sentir más emociones que nos traigan bienestar y nos permitan soportar de mejor manera las que nos debilitan o nos hacen sentir mal.

No es gratuito escuchar que las emociones reprimidas generan dolores y enfermedades, pero también una emoción mal manejada y sobre actuada es también la causa de muchos desencuentros, de incomprensión entre amigos y familiares. Deberían enseñarnos a escucharnos, a convivir con nuestro propio silencio y a perderle el miedo a sentir. Lo dijo en el siglo pasado la gran Marie Curie: “Dejamos de temer aquello que se ha aprendido a entender”.

Llevo años desaprendiendo casi todo lo que “aprendí”: el miedo a ser yo misma, a aceptarme, a perdonarme y a no sentirme culpable por lo que siento y puedo llegar a sentir. La terapia psicológica me ha enseñado que a la mujer que fui no puedo juzgarla con el lente de la mujer que soy ahora. A lo largo de los años he comprobado que muchas de las cosas que antes sentía no eran en realidad un defecto de mi carácter, que la rabia que siempre primaba en mis reacciones tenía otros nombres. Dolor, angustia, tristeza. Descubrí también que muchos sentimientos bonitos siempre eran opacados por visiones ajenas. El jueves pasado, mi hermano menor cumplió 27 años y recordé cuánto amor sentí cuando lo vi, pero de niña siempre me dijeron que estaba celosa y que fijo quería hacerle maldades. Yo no sabía cómo explicar que para mí él era lo más hermoso que había visto en mi vida y que lo amaba más a que cualquier otra persona. Yo tenía siete años y seguro mis comportamientos eran torpes e inocentes, pero en mi corazón no había envidia ni maldad. Ahora entiendo que quienes decían eso era porque así se sentían ellos mismos y lo estaban proyectando en mí.

Reconocer estas cosas significa hacer las paces con sentimientos frustrados y reprimidos, con tantas acciones incomprendidas. Tener esta perspectiva me ha permitido hacerme cargo y seguir conociéndome para vivir de manera más amable y amorosa. Hace muchos años, una persona tuvo una reacción violenta contra mí por algo que dije. Yo la observaba mientras tiraba sillas, le daba golpes a la pared y me insultaba. Nunca sentí rabia ni rencor contra ella. Sentí compasión porque vi su corazón herido y sus miles de emociones reprimidas que la habían llevado a ese límite. Ese día, al observarla, me acordé de mí en situaciones similares y me perdoné. En ese instante también comprendí que la forma como tratamos a los demás es el reflejo de cómo nos tratamos a nosotros mismos. Nadie puede dar lo que no tiene ni recibir lo que no siente que merece.

Qué bueno que nos demos el permiso de sentir y de regularnos con respeto y amabilidad, que sepamos de una vez y para siempre que no somos robots. Hay que abrazar las heridas, aceptar las derrotas, desaprender lo que nos enseñaron sobre la tristeza y la alegría, celebrar las victorias, hay que darse prioridad a uno mismo y a sus sentimientos siempre. Hay que conocer el caos para poder anhelar y aspirar a la serenidad y a la belleza. Si queremos un mundo más humano, debemos empezar por comprender lo que nos hace humanos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/


[i] Doctor en Pedagogía y catedrático de Orientación Psicopedagógica en la Universidad de Barcelona. Universo de emociones. (2020). PalauGea.

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