Una escuela que incomoda

La escuela no es una iglesia a la que hay que acudir para ser salvados, ni una empresa que mide productividad y homogeniza. La escuela es en su sentido más profundo, un espacio para la vida: un lugar donde se aprende no solo a leer y escribir, sino a convivir, a respetar, a imaginar otros mundos posibles. Por eso, es grave que aún hoy, en pleno siglo XXI, haya quienes afirmen que hablar de diversidad sexual en las aulas es una forma de adoctrinamiento o que celebraciones como el Orgullo LGBTIQ+ representan un “peligro” para la niñez.

No lo son. No representan ningún riesgo. Lo que sí representa un riesgo – silencioso y constante – es el silencio. El silencio que margina, que oculta, que condena a muchos niños, niñas y adolescentes a crecer creyendo que su forma de ser, de amar o de habitar el cuerpo está mal, es pecado o debe ser corregida.

Según el informe “Diversidad sexual y de género en la escuela” (UNESCO, 2021), el 52% de los estudiantes LGBTIQ+ en América Latina ha sido víctima de acoso verbal y el 23% ha enfrentado agresiones físicas en contextos escolares. En Colombia, de acuerdo con la organización Colombia Diversa, solo en 2023 se reportaron más de 300 casos de violencia contra personas LGBTIQ+, muchos de ellos menores de edad. Estos datos no deberían ser un pie de página en el debate educativo: deberían alarmarnos y movernos a actuar. Porque detrás de cada cifra hay una historia que pudo terminar en deserción, en depresión, o incluso en suicidio.

En este contexto, ¿Cómo no abrir espacios para reconocer y validar la existencia de estudiantes y familias diversas? Celebrar el mes del Orgullo LGBTIQ+ no es convertir el aula en una marcha, ni pintar banderas para hacer propaganda. Es simplemente asumir una postura ética: decir con claridad que todas las formas de ser y amar tienen un lugar en la comunidad educativa. Que ningún niño debe sentir miedo de ser quien es. Que ninguna niña debe aprender a ocultarse para sobrevivir.

El Orgullo LGBTIQ+ no es una fiesta impuesta ni una bandera política en el sentido partidista. Es, en esencia, una respuesta histórica a siglos de violencia, exclusión y silenciamiento. No nace del capricho, sino de la necesidad. Surge en resistencia a los sistemas que han dicho, por demasiado tiempo, que unas vidas valen menos que otras. Y si hay un lugar donde esto debe ser comprendido y trabajado de forma pedagógica, es precisamente la escuela.

Afirmar que “la escuela convierte a los niños en homosexuales” – como desafortunadamente han llegado a declarar algunos docentes o padres de familia – no solo es profundamente falso, sino también cruel. La identidad no se enseña, no se impone, no se contagia. Lo que sí puede enseñar la escuela es a respetar, a escuchar, a no violentar. Y eso es lo que incomoda a quienes prefieren mantener intacto un modelo de sociedad excluyente.

Frente a esto, educar implica más que transmitir conocimientos: significa acompañar procesos de construcción subjetiva, emocional y social. La escuela debe ser un territorio de cuidado, no de juicio. No está para corregir identidades, sino para garantizar que todas las personas puedan desarrollarse en plenitud.

Por eso, cuando una institución educativa decide conversar sobre diversidad y reconocer las manifestaciones sociales y culturales del 28 de junio, no está cediendo a ninguna “ideología de género”. Está cumpliendo con su deber de formar ciudadanos y ciudadanas sensibles, informados, empáticos. Está diciendo: aquí cabes tú también. Y esto no debería alarmarnos como sociedad. Al contrario, debería darnos esperanza. Porque una escuela que educa para la inclusión es una escuela que educa para la paz, que enseña a vivir sin vergüenza, sin miedo, sin odio. Y eso, en estos tiempos, es profundamente transformador.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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