Un país que nunca ha sido

¿Cuántas oportunidades de redención tiene un país? ¿Cuántas posibilidades de espantar sus fantasmas llenos de violencia tiene una sociedad? ¿Cuándo —si es que alguna vez ocurre— podemos darle la vuelta a las páginas escritas con tinta roja?

De las pocas veces que he votado en la vida, una sola lo hice lleno de convicción, con la esperanza en el futuro. Fue el 2 de octubre de 2016. Perdimos los que votamos por el sí a la pregunta ¿apoya el acuerdo final para la terminación del conflicto y construcción de una paz estable y duradera?

Ahora, pensando en lo que fue, lo que hemos sido —un proyecto de país con su patria boba, con sus guerras civiles una tras otra, con sus odios heredados, con sus excluidos, con sus procesos de paz incompletos, con su triste pasado y presente de violencia—, sospecho que aquel voto era simplemente la idea de empezar a construir un país que nunca ha sido. Que sigue sin serlo.

Aquí decidimos, en algún momento de nuestra historia hecha de retazos de regiones, que la mejor manera de ponerle solución a las diferencias era disparar, armar ejércitos, eliminar al contrario. Llevamos dos siglos de vida republicana en las mismas. Y el que lo dude, que busque cualquier libro de historia de este país cruzado por masacres, villanos de todos los colores y héroes sacrificados.

Quizás apenas conocimos unos años tranquilos, sin batallas ni alzamientos, en los primeros años del siglo XX, tras la Guerra de los Mil Días, aunque con una profunda desigualdad social, lo que ha sido una constante sin solución en este país.

Aquí, nuestros intermedios de tranquilidad son un espejismo, ficciones alrededor de amenazas y terror impuestos por medio de fusiles y asesinatos. Y de nuevo, si hay dudas, ahí está como ejemplo la historia del Pacificador de Urabá, el otrora aplaudido, celebrado y homenajeado Rito Alejo del Río, hoy condenado por su alianza con los paramilitares.

Y nuestros llamados a la reconciliación, a la unidad, bien podrían ser pactos de exclusión. Acuerdos entre unos pocos, algunas veces; coincidencias de mayorías rabiosas, otras tantas.

El resultado sigue siendo el mismo: un país donde aún es posible que la “solución” esté en la eliminación del otro. Y, otra vez, el que no lo crea, que revise las cifras de asesinatos de líderes sociales que no se detienen sin importar el espectro político de quien esté en el poder. Más de 1.400 desde que se firmó aquel acuerdo de paz teñido de rechazo.

Porque la violencia política nunca se ha ido de Colombia, no hemos dejado que se vaya, todo lo contrario, la hemos ido alimentando y lo seguimos haciendo, incluso ahora cuando se repiten los llamados a la cordura y el respeto, que no parecen buscar la conciliación, sino la identificación de pares, la unión de los que se parecen y piensan similar para señalar a su contrario de provocador.

La historia, llevan razón quienes lo dicen, es espiral que nunca acaba.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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