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Catalina Franco R.

Un hombre

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"Entonces me acordé y corrí a buscar las galletas, no fuera que se me adelantara él en su afán de vuelta a ese exterior hostil."

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“Diógenes caminaba mucho, a veces con una lámpara encendida en pleno día. Según él, buscaba a ‘un hombre justo’ en Atenas y no lo encontró.”

“Me ha parecido descubrir auténticos héroes en quienes, lejos de ampararse en el comportamiento de los que estaban a su alrededor, o de buscar la tranquilidad de su conciencia en el concepto de obediencia debida, supieron discernir la iniquidad de algunos comportamientos para decir rotundamente que no estaban dispuestos a secundarlos.”

Algunos hombres buenos. Octavio Ruiz-Manjón.

Un hombre me trajo un domicilio. Llovía y yo siempre sufro cuando espero algo y llueve. Pienso en la persona que se moja por mi culpa, que se arriesga en una moto en la calle bajo el agua porque yo pedí algo hasta la puerta de mi casa.

Llovía y el hombre me escribió un mensaje pidiéndome más detalles sobre la dirección. No me saludó y al final solo dijo ‘ok’. Pensé que era muy serio y entonces no detuve mi trabajo para buscar las galletas que había pensado darle. Pero cómo no iba a ser serio —o a usar pocas palabras— si llovía y él venía en moto bajo la lluvia.

Cuando abrí la puerta me saludó una sonrisa sobre un rostro emparamado que de serio no tenía nada. Solo de hombre. Me entregó la bolsa impecable y, con acento venezolano y la sonrisa intacta, me transmitió un mensaje del portero, que no había podido comunicarse conmigo para otro asunto. Cómo pude asumir cualquier cosa sobre él —cómo podemos asumirla sobre nadie—, pensé tras despedirme, mientras cerraba la puerta.

Entonces me acordé y corrí a buscar las galletas, no fuera que se me adelantara él en su afán de vuelta a ese exterior hostil. Abrí la puerta y lo llamé. Se devolvió corriendo, por si me faltaba algo.

  • Unas galletas para que endulces esta tarde tan fría —le dije. Y su sonrisa adquirió una proporción difícil de asimilar.
  • ¡Muchas gracias! ¡Dios la bendiga! —me respondió, ahora mirándome a los ojos, porque ya sabía que yo lo veía.

La propina era lo de siempre, pero la alegría —la esperanza— vino de las galletas por las que lo hice devolver. Hay humanidad al no convertir al otro en una herramienta ni valorarlo o agradecerle en la frialdad del dinero. No hay duda de que esa es una recompensa necesaria del trabajo, pero esta fue mi forma de decirle ‘no eres quien me trajo la comida, sino un hombre que siente frío, que quizás no ha tenido tiempo de comer, y te veo, me importas’.

Fue precioso sentir su alegría, aunque doloroso comprobar su costumbre a la invisibilidad y cómo un detalle tan sencillo lo sacó del vacío.

Es así como funciona la empatía: no permitiendo la invisibilización, reconociéndonos mutuamente como seres que sienten, tantísimo más allá de las etiquetas, siempre artificiales. La razón de un gesto humano debería ser obvia: el reconocernos en el otro y vernos obligados a extender la mano. Como en la película Tierra (HBO), en la que una mujer que se había rendido a la tristeza le pregunta a un desconocido que lleva varios días cuidándola: “¿Por qué me estás ayudando?”, “Estabas en mi camino”, le responde él.

Quien te atiende, quien te da trabajo, quien te enseña, quien te transporta, quien dirige la nación en la que vives, quien limpia el suelo que pisas, quien escribe lo que lees, quien cocina lo que comes, quien te habla con un acento distinto, no se define por eso. Es solo un hombre.

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