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Nos creímos que el lenguaje por sí solo crea realidades y, peor aún, reemplazamos la palabra lenguaje por derecho.
Aquí no entraré a discutir el carácter performativo del lenguaje del que tanto se habla por esta época. Las palabras, sin duda, son símbolos para representar realidades, pero de ahí a sostener que lo que decimos pasa necesariamente a la acción —dejando a un lado criterios materiales— hay un largo trecho.
Al margen de esto, tenemos que el lenguaje y el derecho tienen una relación inescindible: las normas que nos rigen y que hemos convenido necesitan de las palabras para llegar a sus destinatarios, y esos destinatarios —que somos todos en la mayoría de los escenarios— podemos usar ese contenido para entender y transformar nuestras realidades siempre y cuando contemos con las condiciones materiales para hacerlo.
Las normas, además, nos dicen cuáles son los incentivos y desincentivos que se tienen en un ordenamiento jurídico y dan cuenta de qué es valioso en nuestra sociedad. Pero este es un punto en el que hay que ser precisos: el reconocimiento normativo o el mayor valor que le asigna el ordenamiento a un tema particular no implica, necesariamente, cambios en la realidad. Que exista, por ejemplo, una norma que sancione el soborno transnacional no implica ni que estos casos sean investigados, ni que se sancionen efectivamente y mucho menos que la ocurrencia de las conductas disminuya. El valor simbólico de las normas se queda corto si no existen convicciones y estrategias concretas a nivel institucional que permitan la transformación de las realidades.
Este ejercicio es realmente importante para el ámbito corporativo. Las normas al interior de las empresas suelen tener un valor simbólico y un origen motivado por criterios regulatorios o de buenas prácticas, pero siempre encaminadas a construir, frente a otros, una reputación regida por el “cumplimiento”. Con el auge de los criterios ASG (ambientales, sociales y de buen gobierno) y la proliferación normativa de las Superintendencias en temas LA/FT y de corrupción y soborno, los lineamientos de conducta tienden a reflejar, antes que convicciones reales sobre un tema, un afán por mostrarles a los grupos de interés que se es algo que no siempre ni se es ni se puede llegar a ser en las condiciones materiales de algunas de las organizaciones.
Creo esto porque el exceso regulatorio ha impuesto cargas que sobrepasan criterios de factibilidad y ha asignado valores superiores a ciertas conductas que no necesariamente son los elementos más críticos de una organización ni responden a la protección de derechos fundamentales. Esto hace que esfuerzos que podrían estar encaminados a la transformación cultural tengan que estar dirigidos a la formulación de políticas y protocolos engorrosos para dar cumplimiento a las normas vigentes. Los mejores ejemplos son la exigencia de SAGRILAFT y de Programas de Transparencia y Ética Empresarial que exigen tantas “normas de papel” que el esfuerzo queda sometido a eso: lineamientos que difícilmente permean a las personas que componen una organización.
No puede olvidarse que la función social de la empresa está consagrada en el artículo 333 de la Constitución Política. En ese sentido, la Responsabilidad Social Empresarial, alineada con los criterios ASG, no solo es la materialización de ese fundamento constitucional en diferentes aspectos sino que termina desprendiendo obligaciones para las empresas, cuando menos, en lo que respecta a la garantía de los derechos fundamentales[1].
Aún con este precedente de la Corte Constitucional, el legislador y los diferentes entes regulatorios siguen centrando sus esfuerzos, frente a los programas de cumplimiento, en la prevención LA/FT, y de fraude y soborno. Todos sin duda coincidiremos en que este es un tema relevante que requiere de estrategias firmes de prevención y mitigación del riesgo; sin embargo, en ocasiones ese exceso normativo hace que se dejen a un lado estrategias que son el núcleo de los derechos fundamentales[2]. ¿Cómo hacer que los operadores jurídicos se enfoquen en materializar —evaluando la pertinencia de las normas existentes y ponderando los mensajes simbólicos que se requieren— que la igualdad, el acceso y la dignidad sean la regla? Y es que ya sabemos que las solas afirmaciones, que suelen ser los principios de los que nos ufanamos, no cambian nuestra realidad.
[1] Ver, por ejemplo, la Sentencia T-781/14.
[2] Por eso celebro que existan en Colombia organizaciones que, incluso a pesar de las cargas excesivas en materia regulatoria, estén enfocando sus esfuerzos en disminuir las brechas en materia de igualdad. La erradicación del acoso sexual y de la brecha salarial entre hombres y mujeres, la construcción de las condiciones para el ejercicio de la maternidad sin discriminación, las estrategias de sucesión enfocadas en la paridad, la adecuación de espacios para personas con restricción de movilidad, las oportunidades laborales para personas con algún tipo de discapacidad cognitiva, y estrategias de reinserción de personas privadas de la libertad son solo algunos de los ejemplos de los temas que, en mi criterio, también deberían ser prioridad para nuestro ordenamiento y, por lo tanto, para las organizaciones.