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Nunca me gustaron la excursiones con el colegio. Creo que empecé a sufrir de colon irritable a raíz del estrés que me producía dormir lejos de mi casa. No fui particularmente dada a disfrutar las noches de fogata o las caminatas ecológicas, porque mi cuerpo entero estaba concentrando toda su energía en no necesitar una ayuda inesperada que lo entorpeciera todo y me pusiera en evidencia. Como, por ejemplo, ir al baño. Dentro de mí ocurrían muchas cosas cuando hablaban de “salida pedagógica”. Posibles escenarios desastrosos se dibujaban en mi cabeza. Me dolía el estómago y las rodillas se me paralizaban. Si en ese entonces hubiera sabido que existía la escritura como forma de terapia, tal vez ese barco habría zarpado mucho antes y no tendría el pecho tan cargado hoy. O quizás era solo hasta hoy que podía encontrar las palabras que me atraviesan, porque antes no las hubiera reconocido, porque estaba ocupada sobreviviendo y no tenía tiempo para largas reflexiones.
Fuimos a una excursión en una montaña. Vimos las estrellas y nos enseñaron las constelaciones. Los niños llevaron trago a escondidas. Algunos alcanzaron a beber antes de que se los decomisaran. Como estaba prohibido tener contacto con los del sexo opuesto después de la hora de dormir, los niños más hábiles descubrieron cómo meterse por la ventana mientras la profesora dormía en un sleeping afuera, en pleno corredor.
Al día siguiente teníamos caminata por el bosque, pero el bosque no era un bosque como en los cuentos sino una especie de precipicio que había que bajar agarrándose de cualquier cosa para no terminar rodando hasta la quebrada que corría treinta o cuarenta metros más abajo. Del bosque nos separaba una carretera destapada. Todos empezaron a bajar sin problema, incluso los que habían bebido la noche anterior. Así deben sentirse los icebergs cuando la marea pasa acariciándolos y las olas se alejan. Ellos permanecen. Por debajo son pesados, inamovibles. El agua sigue pasando, las olas se siguen alejando. Igual que los niños. Los veía pasar por mi lado y alejarse mientras yo, anclada como el iceberg, seguía en mi sitio, al borde de la carretera, ni aquí ni allá. Sin decir nada yo escuchada el oleaje. Alguien me dijo “Si no baja, la regañan”. No bajé. Tenía miedo de resbalarme, tenía miedo de pisar una piedra floja, tenía miedo de encontrarme una araña, tenía miedo de no regresar a mi casa.
Detrás de mí, como última en la fila, venía una mamá voluntaria que se había unido a la excursión. Alcancé a sentirme a salvo y en mi cabeza repetí las palabras que tantas veces me dijo mi mamá: “pide ayuda, pide ayuda, pide ayuda”.
Pedí ayuda.
—Es que no soy capaz de bajar por ahí— le dije, cuando me preguntó para qué necesitaba ayuda.
—Claro que eres capaz, tú puedes con todo— me dijo.
Sentí la necesidad de explicarle, pero me entró el pánico escénico, como cuando uno sale al tablero y sabe que no hizo la tarea. Sentía como si no hubiera hecho la tarea por no tener brazos largos para apoyarme ni dedos fuertes para agarrarme de los árboles. Pero me demoré mucho en encontrar las palabras para explicarle y, cuando volví a mirar, ya iba muy abajo con el resto del grupo.
Me quedé sola en la carretera. Sola como un iceberg en medio del mar. Pensé que era mi culpa por haber sido cobarde. Creer que no soy capaz no es excusa, pensé. Pero lo que más me hizo latir fuerte el corazón fue pensar en que me iban a regañar, como a los niños que llevaron trago a escondidas.
Sola en la carretera me imaginé que todos los adultos me iban a regañar por no haber sido capaz.
Hace apenas un par de años, más de una década después de esa experiencia, descubrí que existe un término para definir esa sensación angustiante de no poder con algo que todos pueden. Se llama “capacitismo”. Básicamente lo que encierra es toda aquella forma de pensamiento que normaliza la normalidad, o, para entenderlo mejor, aliena y excluye lo que NO está en la norma. El capacitismo, por ejemplo, alienta a los demás a “superarse”, en todo aquello que los demás asumen como obvio, porque superarse es la forma de vida socialmente aceptada, porque detenerse a pensar en las reformas que el mundo necesita es muy denso y hay cosas más importantes.
Yo crecí pensando que lo lógico era superarme. Demostrar. Impresionar. Aunque eso me dejara raspones y cicatrices. “Tú puedes con todo” se me convirtió en una cicatriz.
No ayuda que tengamos tantos referentes mundiales para el inspirational porn, empezando por la Sirenita que a pesar de no tener voz y caminar muy precariamente logró desenmascarar a la bruja y casarse con el príncipe Eric, hasta los videos que las señoras comparten por redes todos los días y que suelen empezar con un encabezado que dice “Fulanito de tal, a pesar de su discapacidad, vive una vida normal” (¿alguien se ha preguntado cómo es una vida anormal?).
Se espera de nosotros, no solo que seamos capaces de todo, bajo las expectativas de quienes creen saber cómo se deben hacer las cosas, sino que respondamos y justifiquemos nuestra respuesta cuando manifestamos que no podemos, o no queremos, hacer algo. Decir “no puedo” rompe inevitablemente y para siempre esa pared que levantaron quienes alguna vez se sintieron incómodos por no saber qué hacer y decir frente a una persona con discapacidad y prefirieron no mirar de frente, porque es más práctico hacerse una idea heroica de una persona con voluntad de acero que todo lo puede y así todo va a estar bien. Es como romper un hechizo. Es hacer trizas la inocencia de quienes creían que éramos invencibles, porque si nosotros podemos, todos pueden.
No es culpa de nadie, no es mala voluntad, no es negligencia ni falta de empatía. Es lo que la sociedad nos inculcó desde tiempos inmemorables y todos caímos en la misma trampa.