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He estado pensado en ese gesto de la gente mayor que, para poder enfocar bien lo que leen, alejan los objetos hasta donde su brazo alcance.
La presbicia, que es la incapacidad que tienen los ojos para enfocar objetos cercanos, genera esa reacción casi instintiva de alejar el objeto para ganar enfoque. Creo que estamos sufriendo de presbicia constantemente y no de la que detectan los oculistas, sino de la que día a día vamos padeciendo todos, aun los que gozan de visión 20/20.
Padecemos presbicia: cuando miramos tan de cerca las situaciones que se empiezan a desdibujar y a confundir entre ellas y se hace una maraña de imágenes sin bordes, ni límites.
He sufrido de presbicia de la vida y sé que, de tener siempre tan cerca algunos objetos o situaciones, se obnubila la mirada. Por ello, con alguna frecuencia, así como una tía que se aleja de la pantalla de su celular, he tenido que alejarme de lugares, situaciones, personas y objetos, para aclarar la vista, para limpiar el lente a través del cual observo, para enfocar mejor. Lo hago como un acto de amor propio y de cuidado con lo observado, para evitar dolores de cabeza por forzar la mirada y para cuidar a “lo otro” de la imagen distorsionada que produce el cansancio del observador.
He estado mirando por unos meses desde la distancia a mi país, mi cuidad y en general a la vida que tenía allí. He podido observar de lejos el panorama político, las noticias, las reacciones de las personas ante ellas, las emociones que les atraviesan, las conversaciones que los agitan. He alejado la imagen de la vida que llevaba para aclararla mejor.
Los kilómetros que me distancian de lo que antes tenía tan cerca, me han ayudado a entender que nos tomamos la vida demasiado en serio con lo que no es relevante y hacemos trivial lo fundamental; como si para lo inocuo tuviéramos presbicia y para lo transformador miopía, que es justo lo opuesto: no poder enfocar lo que está lejos.
En temas políticos veo que nos apasionamos en conversaciones sobre caudillos y que poco hablamos sobre temas de ciudad. Veo cómo perdemos la tranquilidad ante situaciones sobre las que no tenemos el más mínimo control y cómo, por el contrario, dejamos de controlar aquellas sobre las que tenemos toda la agencia. He observado cómo nos desgastamos tratando de demostrar que tenemos la razón, en vez de demostrar que lo podemos hacer.
Desde este “balcón” transitorio, me he preguntado si vale la pena vivir quejándose todo el tiempo de lo que el país no es, de lo que la familia no llena, de lo que la sociedad todavía no logra a ser, de lo que el trabajo no nos entrega o de lo que la pareja no nos satisface. En vez de empezar a construir aquello que queremos que sea, esfuerzo tremendo que implica ahorrar energía en desmeritar o culpar a otro de las desgracias, que por un lado es un acto de victimización y por el otro, una verdadera pérdida de tiempo.
Con esta nueva perspectiva y desde un mirador, observo cómo nos enfrascamos en discusiones de poder y de reconocimiento, y cómo, mientras nos miramos los unos a los otros para decirnos a la cara todo lo que no somos y lo que deberíamos llegar a ser, nos perdemos del tiempo —que es lo único que tenemos, aunque no sepamos cuánto — que podríamos usar para imaginar ese mundo que sí queremos y al que deberíamos crearle un camino.
Los siguientes cinco meses antes de las elecciones serán, si lo permitimos, o un desgaste o el momento más creativo en el que soñemos y hablemos de las ciudades que imaginamos; puede ser el momento perfecto para conversar de los líderes que queremos ver encabezando las decisiones, en vez de hablar de los que no queremos. Puede ser el momento del amor por las ciudades y las tierras que nos sostienen, en vez del tiempo de los prontuarios sobre todo lo que hasta ahora no han llegado a ser.
Es la oportunidad para que alejemos de nuestra vista los apasionamientos que nos enceguecen y empezar a curar la presbicia tomando un poco de distancia. Podemos aprender a ver más allá de nuestras narices para ganar perspectiva, bosque, panorama, horizonte y – por qué no – utopía. Así también curarnos la miopía.
Durante estos meses podemos intentar ver más allá de nosotros mismos y entrenarnos en pensamiento creativo, para que el tal sentido de la realidad —desencantador por naturaleza—, no nos robe la esperanza ni nos llene de miedos.
Veo a algunos que hoy tienen la ciudad tan cerca de su cara, que han perdido la esperanza, saben tanto de sus falencias y conocen tanto de los errores de los líderes, que han perdido la capacidad de proponer. Tienen tanto miedo que han desplazado al amor, que al final es la única fuerza creativa.
Sé que no hablo sólo por mí cuando digo que la política, tal como es hoy, nos tiene en un desencantamiento fatal por su incapacidad de crear y por su obsesión por destruir; que las voces de quienes hoy son dueños el micrófono nos tienen cansados porque no dicen nada nuevo.
En adelante, yo hablaré de lo que sueño, del país que desde lejos me imagino, uno que todavía es posible no desde la ingenuidad, sino desde la esperanza. Uno que ninguna elección local, regional ni nacional tiene la capacidad de robarme del corazón. Uno que ningún líder público tiene el poder de detener cuando todos los que habitamos en él, lo estamos construyendo.
Esta vez, a diferencia de muchos, no tendré un voto útil para desplazar a quienes gobiernan, no me dejaré poner entre la espada y la pared, porque siempre hay un tercer camino. No permitiré que el discurso desesperanzador secuestre mi capacidad de ver más allá. Porque no tengo ese lente, porque para eso se toma distancia, para no dejarnos enceguecer.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/juana-botero/