Es falso que al ampliar el porte legal de armas aumenten los niveles de violencia en Colombia. Se argumenta que, en nuestro país, cierta tendencia impulsiva del ciudadano promedio llevaría a una guerra de todos contra todos. Esto es falso en dos sentidos. Primero, porque quienes mayor violencia ejercen en el país ya tienen en su poder el armamento que utilizan, y lo consiguieron pese a la restricción legal. Y es falso, en segundo lugar, porque el ser humano sólo reprime su pulsión de muerte, o bien por su propia conciencia moral, o bien por la coacción externa. Es decir: Cuando la moralidad no frena la acción, lo hace el temor a que el otro pueda recurrir también al uso de la fuerza. Lo que permite la violencia del delincuente o del desadaptado no es, pues, el porte de un arma, sino la conciencia de la indefensión y de la vulnerabilidad del otro.
Quienes más se rasgan las vestiduras en este país contra el porte de armas son los mismos que las usaron para llegar al poder. No es que les moleste propiamente el porte de armas, sino que estas no se encuentren bajo su monopolio exclusivo. Es necesario recordar que la vocación intrínseca del Estado es siempre expansionista y totalitaria, lo cual es tanto más peligroso por cuanto que hoy, quien rige los destinos del Estado, ha demostrado su clara intención de erigirse en Dictador. Siendo así, cabe preguntarnos acerca del peligro que representa la posesión privativa del uso de las armas por parte del actual Régimen Petrista, pues la claudicación del derecho a la legítima defensa es el camino directo para que el ser humano doblegue plenamente su libertad, y con ello su vida, su derecho y su propiedad.
Miremos por ejemplo el doloroso caso de intento de asesinato contra Miguel Uribe. El delincuente dispara con un arma de fuego conseguida en las economías subterráneas que genera la prohibición. No necesitó un permiso. Su caso no es la confirmación de la necesidad de la restricción, sino la muestra de su fracaso. Debemos por tanto plantear el debate de tal forma que vaya más allá del prejuicio o de la emocionalidad que nos suscita, por nuestra historia violenta, el temor a las armas, y situar la cuestión en un plano racional, donde se examinen las condiciones reales del país, el sometimiento de ciudadanos y poblaciones a la delincuencia armada, así como las consideraciones psicológicas, sociológicas y axiológicas respecto a la libertad de la tenencia y porte.
¿Colombia habría padecido masacres indiscriminadas en cientos de poblaciones por parte de guerrilla o paramilitares, si el campesino o el ciudadano hubiese tenido oportunidad de organizarse y defenderse? ¿Qué efecto ejerce sobre la economía legal del país la inyección de grandes masas monetarias en el proceso de circulación provenientes de las economías ilegales que se sostienen sobre el poder armado? ¿Es una verdad cierta e incuestionable que el hombre se torna más violento cuando goza de la libertad, en este caso para su propia defensa, y no cuando se encuentra desvalido, esclavizado, sometida su voluntad, arrebatado de su propiedad, por una fuerza arbitraria y exógena?
En el fondo, temer que la liberalización del porte de armas nos haga más violentos revela en la realidad el profundo miedo que sentimos ante la libertad nuestra y del otro. Nubla el entendimiento sobre la realidad objetiva del país, el cual difícilmente pueda ser más sanguinario, y cuya violencia encuentra su raíz en la opresión, en la prohibición, y no en la libertad y en el discernimiento. Muestra también el soterrado anhelo infantil de encontrar en el Estado un “padre bueno” que cuide y vele por nosotros, renunciando al deber que implica ser dueños de nuestros actos y de nuestro propio destino.
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