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Me gusta pensar en la memoria como un laberinto. Recorro lugares por los que anduve: los del colegio, con el morral que me pesaba porque era más grande que yo. Veo a una niña inocente, inquieta. Mi papá me carga mientras subimos las escaleras del edificio en el que vivimos. Es la época de la recesión del gobierno de César Gaviria y el ascensor está apagado. Vamos para el octavo piso. Mi padre suda y veo a otros niños que vienen detrás y se quedan en otros pisos. Envidio a los que viven en el primero. Quiero llegar a mi casa, a ese sitio donde la seguridad es una certeza. A mi pedazo de mundo.
El apartamento en el que vivimos tiene tres habitaciones. En la principal duermen mis padres, en otra tengo un baúl con juguetes, y en la otra dormimos juntas, en camas separadas, mi hermana y yo. Tengo un hermano que aún no nace. Ni siquiera lo imagino, pero lo recuerdo como parte de toda mi existencia, aunque falten años para que llegue y ni siquiera esté aún en los planes. Me quito el uniforme y me meto al baúl, sin ropa, a sacar juguetes. Soy una niña que juega sin consciencia sobre la vida. En retrospectiva, es como si jugara a la rayuela, en la que la piedra define mi lugar y mi manera de moverme en ese espacio tan conocido y determinado. Un lugar del que creo que no saldré jamás porque la inocencia no me deja imaginar todo lo que me falta por vivir. Es un regalo no saber que mi memoria llegará a expandirse tanto en la misma medida en la que lo harán todas las experiencias que llegarán después.
La vida se me parece a una cobija de retazos, igual a una que usaba cuando estaba chiquita. Con ella nos tapamos del polvo, del frío, nos secamos las lágrimas y ahogamos los gritos. Tocamos sus fibras con los pies en la noche y al día siguiente nos la quitamos para enfrentar lo que aún no se ha convertido en un retazo más. Todo lo pasado existe. Vive en mí como yo vivía en ese baúl de objetos que cobraban vida cuando los tocaba. Escuchaba a mi madre hablar por teléfono, a mi padre escribir en una máquina. A mi hermana ver telenovelas. Llegaba la noche y me daban pesadillas, pero siempre encontraba refugio en la cama grande de mis papás. En algunas ocasiones evoco la dulzura de los momentos. A veces, parece que nada es dulce ni bello.
Se mezclan los recuerdos. Los nítidos y los difusos. Crecer duele cuando hemos crecido. Solo es palpable un dolor cuando se entiende como algo que no volverá a ocurrir jamás. Como esas fotos en las que descubrimos una realidad que antes ignorábamos. Lo creíamos todo tan nuestro y tan eterno. Veo a esa niña de uniforme sucio, pelo despelucado, zapatos y morral grandes, y me doy cuenta de que algo había por dentro que no puede verse en una imagen congelada. Una sensación de no pertenecer a nada ni a nadie, solo a sus juguetes y a sus libros. Me gustaba colorear y jugar ahorcadito. Hoy les temo a los espacios en blanco, a los que no puedo llenar ni con palabras, ni con imágenes, ni con gestos. Como esta columna que cada semana me reta y me obliga a coger los retazos y a imaginar realidades.
La memoria también da una sensación de vacío, del no retorno, la nostalgia de lo que ya es silencio. Y, sin embargo, uno va cosiendo esa colcha de retazos con lo que le toca y lo que elige. Con lo que fue y lo que pudo haber sido. Como la familia en la que se nace, como los amigos que se van eligiendo, dejando y reconociendo; como esas noches que se alargaron hasta la madrugada sin sueño. Esas son noches vividas. Las otras son solo espacios de tiempo donde el sueño nos cobija y nos permite creer que un nuevo día es empezar de cero.
Y vamos encontrando esa puntada que ya no duele dar, conseguimos un dedal que se acomode al tamaño de nuestros dedos y a la forma de las yemas, que no nos golpee la uña y, sobre todo, que no nos impida tejer lo que cargamos: esos trozos de vida que se convirtieron en mármol. Siempre quedará una parte inconclusa, un hilo que no encaja o que se deshilacha. Se confunde la memoria. O se vuelve piedra, impenetrable, porque recordar también es sentir y constatar lo que fuimos y quererlo olvidar.
Hoy tejo con palabras. Revivo esas situaciones y personas que marcaron mi existencia, que la hicieron tan mía. Vuelvo siempre a esos pasillos en los que lloré con mis compañeras del salón cuando alguna se fue a vivir a otro país, en los que di un primer beso torpe y babeado, en los que me enamoré de un niño mono y ojos cafés que se llamaba Santiago, en los que probé el algodón de azúcar y el ron con coca cola, en los que conocí a muchos amores de la vida, en los que fui una joven universitaria inocente que creía que los comentarios inapropiados de un profesor eran simple coqueteo o desocupe. Leí alguna vez que mirar hacia atrás era darse cuenta de su propia ingenuidad.
Hoy me reconozco en silencio. Una niña inocente, una adolescente con rabia, ingenuidad y miedo, una adulta libre que se busca. Que recuerda y se compadece de quien ha sido porque no se puede cambiar lo hecho, ni aunque las palabras nos permitan crear otros mundos y conocer a otros personajes.
Siempre seremos los protagonistas de nuestra memoria: ya gastada, ya usada, ya olvidada.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/