Colombia ocupa el tercer lugar entre los países más desiguales del mundo, apenas superada por Sudáfrica y Namibia. Es un ranking que no debería enorgullecer a nadie, pero en el que nos hemos convertido en expertos: en sobresalir donde más duele, en destacar donde más avergüenza.
Este dato, incluido en el último informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (publicado este año bajo la sombra de la revolución de la inteligencia artificial) no debería sorprendernos, pero sí estremecernos.
Ese tercer lugar no es solo una cifra, es un reflejo brutal de una realidad que preferimos ignorar. En teoría, la mitad de la riqueza del país está concentrada en un porcentaje mínimo de la población. ¿Y la otra mitad? ¿Qué pasa con esa Colombia que no aparece en las fotos oficiales ni en los discursos de progreso? ¿Quién está corrigiendo las fallas estructurales del mercado para que existan verdaderas oportunidades para quienes hoy solo reciben promesas? ¿Cómo ven los de la otra mitad la Colombia que actualmente tenemos?
Muchos de los que analizamos y escribimos sobre estas cifras: economistas, académicos, tecnócratas, opinadores profesionales, lo hacemos desde una posición de relativa comodidad. No hemos padecido en carne propia las formas más crudas de la desigualdad. Hemos vivido en ciudades grandes, accedido a educación formal, transitado entornos funcionales que nos permiten desarrollarnos. Aunque no todos empezamos desde la misma línea de partida, muchos tuvimos, al menos, una pista marcada.
Pero en Colombia el punto de partida no es solo desigual: es determinante. El lugar donde se nace aún pesa más que el esfuerzo individual. No es solo una cuestión de ingreso o educación, es un conjunto de barreras invisibles, relacionales, culturales, geográficas, que imposibilitan el ascenso social. Y lo más grave: que lo perpetúan por generaciones. Aun en los mismos barrios de las grandes ciudades, la brecha entre unos y otros no se mide en mérito, sino en distancia estructural: quién accede a vivienda digna, cuántas veces come al día, si hay agua potable, si llega la luz.
No hablo solo de Carolina en Medellín versus Carolina en Leticia. También hablo de la Carolina que vive en El Poblado y la Carolina que vive en la ladera oriental de la misma ciudad. ¿Cuántas mujeres con mi nombre estarán hoy enfrentando la peor cara de la desigualdad, con sueños truncados por una geografía adversa, por un sistema que no las ve?
Tal vez, pese a nuestras diferencias, lo único que tengamos en común sea el nombre. Y si eso es así, entonces la pregunta incómoda que debemos hacernos no es solo cuánta desigualdad soporta un país, sino cuánto tiempo más vamos a tolerarla antes de que nos resulte inaceptable. Porque la verdadera tragedia no es ocupar el tercer lugar, sino que lo hayamos aceptado como parte de nuestra normalidad.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/carolina-arrieta/