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“Sí, es el amor. Dicen que el amor muere entre dos personas. Eso no es cierto. No muere. Lo deja a uno, se va si uno no es digno, si uno no lo merece bastante. No muere, uno es el que se muere.”

Las palmeras salvajes. William Faulkner.

Decía hace unas semanas que la tregua, la mano a la que uno se aferra para dar pasos a oscuras, pasos cuando parece que no hay suelo, es la naturaleza, esa maestra del tiempo y de la belleza y la esperanza. Pero en realidad es el amor, porque casi siempre hace falta sentir amor para poder levantarse a contemplar la belleza. Así que hoy, que celebro diez años de un hogar compartido, de otra mirada a mi lado para llorar el dolor y contemplar esa belleza, escribo la última columna del año como un homenaje a ese amor.

Cuando transcurre la vida junto a alguien se aprende a contemplar dos abismos, a reconocer el reflejo del fondo y saber cuándo es posible la risa para evitar tocarlo. Se aprende a atravesar esos abismos sin garantías, pero aferrados a una mano. A mirar a los ojos aceptando aquello en lo que jamás habrá un acuerdo y continuar para no prescindir de los acuerdos que se han convertido en la vida.

“Habituarse a una hermosa risa humana, a un cuerpo vivo, cuesta muy poco. Dejar partir, en cambio —dominar el arte de perder—, cuesta la vida”, escribe Leila Guerriero. Hay un punto en el amor en el que uno se despierta ante la incapacidad de imaginar otra existencia, la vida de otra manera, los días sin ese cuerpo. Amar así a alguien que no tiene tu sangre, a alguien a quien la vida no te obligó a amar, amar a un desconocido y saber que estás dispuesta a permanecer a su lado en la peor de las tragedias —esas que teme la mente cuando ama— solo por la imposibilidad de pensarlo sufriendo en soledad, y por la necesidad vital del calor de su piel.

Relataba no recuerdo quién el vacío que producía el que su pareja ya no dijera “amor, llegué”. Y evocaba yo la manera en que el sonido del carro que se acerca, la puerta que se abre al final de la tarde con esa sonrisa y esas pestañas, se ha convertido en la esperanza. El no querer dejar de oír esa voz que me llama, “china”, jamás. Se elige seguir mirando el vacío de los mismos abismos, no solo porque si no serían otros, sino porque ya son abismos compartidos y hay raíces que se abrazan a esa tierra que las nutre tan bien.

No lo concibe quien no ha amado profundamente, que es quien tendería a despreciar el amor que se quiere pensar para siempre. Hay, en mirar una vida junto a alguien, una valentía feroz que se aferra a la ilusión con las uñas. Es, tal vez, un agradecimiento tan profundo por el presente, que permite vivir de modo que se extienda. La capacidad de mirar lo profundo en su oscuridad y descubrir allí la luz más intensa. La lucha por ser digno, por merecer ese amor y no dejarse morir. En cambio, es cobardía el necesitar algo nuevo cada vez para sentir, querer rosas sin espinas, flores sintéticas que no haya que regar. Dice bellísimamente Ursula K. Le Guin en Los desposeídos: “Era la felicidad lo que ambos buscaban, la plenitud del ser. Al sustraerse al sufrimiento, uno se sustrae también a la felicidad posible. El placer uno puede conseguirlo, o los placeres, pero no le servirá de nada. No sabrá lo que es el retorno al hogar.”

Eso. La certeza de que nada es más importante, de que lo sagrado no se arriesga. Que amar a un desconocido junto al que se construyen estrategias para salvar insectos y se identifican nuevas hojas en los árboles y nuevos cantos de pájaros —encontrarse en un amor particular por la vida, compartir el propósito de salvar la belleza—, y sentir todo eso imprescindible, es el retorno al hogar.

El hombre con quien vivo, le dice Leila. El abrazo en el que se detiene el mundo, la piel con el calor más abrigador, la prueba de vida cada amanecer. Felices diez más cinco, mi hogar.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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