Un concierto de Damas Gratis en el Movistar Arena debía ser una celebración de cumbia, música y ciudad. Sin embargo, se convirtió en pesadilla: un muerto, varios heridos, un espectáculo cancelado. La banda argentina es parte del universo barrista colombiano: sus ritmos son el fondo musical de cánticos en estadios y barrios. Por eso era previsible que convergieran hinchadas rivales. Nadie anticipó, sin embargo, que el concierto terminaría como un campo de batalla.
La ausencia de una estrategia de prevención interinstitucional revela la fragilidad con la que tratamos el mundo del barrismo fuera de los estadios. El riesgo no estaba solo en los controles de ingreso o en los anillos de seguridad, sino en la falta de lectura de lo simbólico: de cómo un concierto puede activar rivalidades cuando no hay canales para reconducir la emoción hacia la convivencia.
En este contexto, lo ocurrido no encaja solo en el libreto de una logística de seguridad fallida. Los desmanes son, en el fondo, síntomas de una cultura que permea todo el espacio urbano, más allá del escenario deportivo en el que se disputa un partido de fútbol profesional. No basta con señalar negligencias o buscar culpables si, al mismo tiempo, como sociedad toleramos símbolos que se convierten en armas. ¿Qué celebramos cuando los colores de una camiseta parecen legitimar la erradicación del otro?
En Medellín, el representante a la Cámara por Antioquia, Daniel Carvalho, ha trabajado desde su paso por el gobierno local para desmontar el paradigma que iguala barrismo con intolerancia y violencia. Como concejal, impulsó una política pública de cultura del fútbol que busca dignificar el barrismo y reducir los escenarios de confrontación. Y ahora, desde el Congreso, lidera la Ley de Barrismo Social, que reconoce a las barras como expresiones legítimas de identidad cultural y busca apoyarlas con formación, diálogo e intervención institucional, pero también con exigencias claras de respeto por la vida y la convivencia.
Lo ocurrido en Bogotá y lo construido en Medellín muestran dos caras de una misma realidad. Por un lado, la violencia que irrumpe incluso en espacios culturales, en apariencia ajenos a la dinámica de los estadios. Por el otro, el esfuerzo por demostrar que es posible transformar el barrismo en convivencia, sin apagar la pasión. No se trata de censurar ni de prohibir el fútbol. Se trata de entender que ningún símbolo de identidad –ni una camiseta, ni un cántico– debería convertirse en excusa para atacar a otro.
El desafío no es solo de seguridad física, sino de seguridad simbólica. Se trata de cultivar espacios donde se celebre sin herir, donde se cante sin odiar, donde se disfrute sin la amenaza constante de una confrontación. Porque en esa posibilidad de coexistir verdaderamente reside la fuerza de lo que quisiéramos ser como sociedad.
El liderazgo de este cambio no puede seguir difuso: gobiernos locales, ministerios del Interior y del Deporte, y los clubes aún están en mora de asumir responsabilidades claras para hacer de la pasión una forma de convivencia.
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