“¿No es muy loco que por nacer mujeres tengamos que vivir con tanta mierda?” Le escribí a mi mejor amiga este pasado 8 de marzo.
La principal razón por la que empecé a buscar universidades en el exterior es porque Colombia me asusta. Me atrevo a decir que todos, todas y todes conocemos historias de personas que fueron asesinadas por sus convicciones, por los mensajes que transmitían en sus discursos, por velar abiertamente por un país justo, menos corrupto y más del pueblo. Los antecedentes históricos no son difíciles de encontrar. También me asustó cuando, en un Modelo de Naciones Unidas, un amigo me dijo que mis aspiraciones a la presidencia de Colombia no eran realistas. “Colombia no está lista para una presidenta mujer,” me dijo. Aunque le contesté diciéndole que yo la iba a alistar, me quedé todo el día pensando en si esto era cierto o no. La respuesta parecía estar a mi alrededor. En los comentarios morbosos que me hacen hombres hasta cuatro veces mayores que yo en la calle, vi que ni caminando con la cabeza en alto, con la columna recta, iba a ser tan alta cómo para que no sintieran posesión sobre mi cuerpo. Cuando en una fiesta un compañero me agarró, vi que ni estando con amigos iba a estar segura. Cuando denuncié acoso en el colegio y “se perdieron,” las grabaciones de las cámaras de seguridad, se redujo mi palabra contra la de él. Supe que ningún espacio me iba a proteger. Cuando tuve que seguir yendo a clase con la misma persona que dijo que cuando hiciera un tiroteo escolar me iba a matar, supe que por no herir la reputación de sus padres, el sistema prefería ponerme en riesgo. Ningún rincón de Colombia me iba a acoger y defender como, se supone, deben acoger y defender a una colombiana. A una humana. Sentirte rechazada en tu cuna, cómo si por haber tantas se nos redujera nuestro valor, es una experiencia extraña.
Sé que soy incapaz de callarme. Mis columnas en No apto lo evidencian. Por más que intente guardar silencio, las palabras terminan saliendo a borbotones, sin cautela ni cuidado, sin pensar en su audiencia, ni en las consecuencias que tendré. He tenido tantos problemas en mi casa con esto, y mis papás han hecho lo mejor que pueden para hablarme de la importancia de pensar antes de hablar. Aún así, si me dan el más mínimo indicio de que me quieren escuchar, eso es lo que terminarán haciendo por horas. Así es cómo me di cuenta de que no hay lugar para mí en la política colombiana. Me rehúso a bajar mis estándares de liderazgo porque alguien es el “menos peor,” y me rehuso a callar cuando alguien, así sea cercano a mi, se demuestre mentiroso, corrupto o mediocre. También me rehuso a deberle favores a las personas, cómo si les debiera mi voto y mi voz por hacer lo mínimo y defender mis derechos. A personas cómo a mi, sin pelos en la lengua, la política colombiana nos queda chiquita. Con los años me importa cada vez menos quedar mal, y si por velar por una mejor vida pierdo la estima de amigos de mis padres o padres de mis amigos, que así sea. Aún así, reconozco que aunque puedo perder prestigio, la estima de conocidos, la admiración de otros, oportunidades o halagos, no puedo perder es la vida. Eso es lo único que no puedo perder.
Semana tras semana intento condensar los títulos de mis columnas en una sola palabra. Esta semana me atrevo a romper mi propia regla porque no hay manera de describir lo que siento frente a la posibilidad de ser asesinada. Me da pánico que me maten. Y sé que si por las estadísticas nos guiamos, no sería muy descabellado. En el 2021 hubo 622 feminicidios confirmados en Colombia. 622 personas que si no fueran mujeres, segurían hoy con vida. Cada hora, en promedio, suceden 14 casos de violencia intrafamiliar. Mire a su alrededor y probablemente va a ver a una mujer víctima de esta violencia. En el 2021, aunque se suavizaron un poco las medidas de confinamiento que apresaron a muchas mujeres con sus abusadores, las cifras de violencia intrafamiliar subieron 10%. Nos matan, nos violan, nos pegan en nuestros hogares, en nuestras calles (porque sí, son nuestras), en nuestras iglesias, en nuestros colegios y universidades, en el transporte público.
Me alejé de mis aspiraciones políticas, reconociendo que mi falta de filtro iba a terminar en una de dos opciones: completo fracaso o en una llamada a mi casa diciendo que ya no estaba. Entonces me torné hacia el periodismo. Hasta que conocí el caso de Jineth Bedoya. A Jineth la secuestraron, la violaron y la dejaron tirada asumiendo su muerte. Se demostró complicidad de autoridades del Estado. Entonces sí, por más que les duela, el Estado sí es violador. El Estado sí es abusador. El Estado sí es feminicida.
Escuché ‘Si me matan,’ por Silvana Estrada el 8 de marzo, conmemorando el Día internacional de la mujer. Y abrí los ojos. Me rehúso a vivir expatriada el resto de mi vida, lejos de mi familia y amigos, por miedo. Tampoco estoy lista para abandonar mi esencia, parar de escribir, filtrar mis pensamientos para que encajen en un mundo que en últimas, ha determinado que no soy igual a mis contrapartes masculinos. La igualdad de género no puede existir mientras existan sistemas patriarcales. Si me matan, habré por lo menos puesto en palabras y compartido las injusticias a las que me he enfrentado, que son una minúscula parte de las injusticias que otras mujeres enfrentan día a día. Si me matan sabré que lo están haciendo por odio al cambio, por odio a mi emancipación y sinceramente, yo tampoco quisiera vivir en un mundo en el que mi libertad incomodara a tantos. Si me matan mi familia va a estar orgullosa de mí porque saben que me criaron bien, me criaron para dejar el mundo mejor de lo que lo encontré. Aunque esta mejoría tome la forma de indignación. Si me matan sé que no seré una cifra, porque las mujeres no son cifras. Si me matan puedo decir que hice todo, absolutamente todo a mi alcance, para no morir, sin abandonarme en el intento. Y si me matan, se que las personas que leen estas palabras no querrán que sea en vano.