La tendencia a ocultar y guardar secretos no es nueva. De hecho, ha sido una de las herramientas de supervivencia de la humanidad. Todo aquello que se oculta —o que se revela— incide de una u otra manera en el destino de las cosas. Los secretos mantienen matrimonios y familias unidas, a políticos corruptos en sus cargos, a empleados mediocres en sus puestos, unen a un par de amigos que están a una revelación de distancia de no volver a hablarse jamás. Hay todo un mundo encubierto detrás de aquello que creemos cierto o real. Eso a lo que llamamos verdad, es muchas veces un espejismo.

Últimamente dudo de todo. El tiempo, casi siempre, me ha negado la razón sobre lo que creía. Con frecuencia, intentamos ser y mostrarnos de cierta manera ante los demás. Tenemos máscaras y elegimos cuál cara poner o qué decir. Barajamos lo que queremos encubrir. No de una manera siniestra. De pronto, hasta inconsciente. No con malicia, a veces, incluso, para no hacer daño o para evitar un mal mayor. Pero también, en algunas ocasiones, le damos prioridad al secreto, ocultamos, evitamos hablar o contar la verdad. Hablo puntualmente de la sociedad antioqueña —porque en esta me crie—, existe una especie de acuerdo tácito para eludir algunas situaciones que ocurren en las familias, por ejemplo. Se tapan los problemas como si al hacerlo fueran a desaparecer. No falta quién, en la mesa, mira hacia otro lado cuando se habla de algún asunto incómodo, o golpea con fuerza y dice “No hablemos más de eso”.

No fue mi caso, por lo que este secretismo siempre me ha parecido más incómodo que la confrontación. Cuando tenía 9 años, iba en el carro con mi papá y le pregunté qué era la cocaína —ni idea dónde había escuchado esa palabra—. Recuerdo sus palabras como una fotografía a color, imborrables: “Es una droga, un polvo blanco que se inhala por la nariz. Si algún día quieres probarla, me dices a mí, no se la recibas a nadie nunca”. Me pareció bastante curioso, pero el asunto quedó zanjado. Hasta el día de hoy no he probado esa droga, y la primera vez que la vi fue cuando tenía 29 años en un concierto. También, ese año, se suicidó un tío. La palabra suicidio no tenía ningún significado para mí hasta ese entonces. Volví a preguntar, ¿el tío por qué hizo eso?, y aunque esta pregunta no fue fácil de responder para mis papás, el tema lo discutimos de manera tan natural y abierta en mi casa que nunca ha sido un tabú en mi vida. En cambio, no sé cuántas veces he oído decir “Pepito se suicido, pero mi abuela no sabe”, “Nunca supimos cómo se murió fulano” (pero todos sabemos que se dio un tiro en la cabeza). “Apareció muerto”, como si no existieran las necropsias. Los secretos, como una emisora mal sintonizada, intentando esconder lo innegable.

Y así con tantas cosas. Ocultamos la enfermedad, como si fuera vergonzosa. La tragedia, que nos llega por azar, como si fuéramos los artífices de ella. Las situaciones de los adultos, a los niños, como si pudiéramos evitarles para siempre cualquier sufrimiento y retrasar la pérdida de la inocencia a nuestro antojo, y privarlos de su condición de seres humanos, que incluye tanto la dicha como el dolor. Entiendo que, en ciertos momentos, uno elige no contar algo por temor a que no suceda como se espera. Hay una dosis misticismo en aquellos sueños intensos, tan anhelados que, contarlos antes de tiempo, puede suponer que nunca se cumplan. Pero es diferente guardar eso que uno considera sagrado y valioso por su naturaleza íntima, a ocultar una verdad inconfesable.

Es muy probable que mi papá se haya alarmado cuando le pregunté por la droga, pero supo, en su sabiduría paternal incipiente, que era preferible explicarme y mostrarme que sí, que en el mundo existe algo llamado drogas, e incluso decirme que mejor la probara con él y no con cualquier amiguito del colegio, a enredarme con mentiras y eufemismos sobre algo que, eventualmente, terminaría descubriendo. Y seguro habría sido más fácil inventarse que a mi tío lo pisó un carro, que hablarme del suicidio, pero sabía también, que no sería la única persona que iba a hacer eso y que seguro en otro momento de la vida me enfrentaría a un drama de esa magnitud. Para mí, los temas que se hablan primero en casa son mucho más sencillos de abordar luego en cualquier otro escenario. Se requiere de un valor excepcional para conversar con honestidad y contar las cosas como son.

Ese secretismo a voces —porque al final casi todo se confiesa o se sabe, aunque nadie hable de ello— es una prueba más de que aquello que se oculta, con mayor impulso y desenfado sale a delatarnos. No importa cuándo.

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