Escuchar artículo
|
Durante los últimos meses hemos visto cómo la ciudadanía de todas las regiones del país increpa y confronta con arengas y chiflidos a los funcionarios que consideran corruptos o cuya forma de gobierno infringe daño sobre el conjunto de la sociedad. Plazas públicas, escenarios deportivos y hasta aviones comerciales se han convertido en espacios para que los colombianos manifiesten su malestar con la situación económica y política que atraviesa el país. La sanción social es parte efectiva de la realidad política nacional, y como todo acontecimiento colectivo, nunca está exento de opiniones favorables y condenatorias.
La sanción social no es un fenómeno reciente en Colombia ni en ninguna sociedad. Así, por ejemplo, Laureano Gómez fue abucheado repetidas veces por grupos de estudiantes durante sus eventos públicos, debido a la represión ejercida por su Gobierno contra el Movimiento Estudiantil de la época. La historia nos recuerda también cómo, el 29 de enero de 1956, los asistentes a la plaza de toros La Santamaría chiflaron a la hija de Rojas Pinilla. Ocho días después, el Régimen del Dictador desencadenó un baño de sangre en la plaza de toros, lo cual constituyó una forma de retaliación por la afrenta cometida. En la memoria colectiva reciente permanece de igual forma el recuerdo de los constantes abucheos que en su vida política ha tenido que enfrentar Álvaro Uribe, quien no rehúye a estos, y antes bien, los confronta.
Frente a un reciente caso de sanción social ocurrido en Medellín en contra de un exalcalde cuya corrupción desangró las finanzas de la ciudad, en donde los vecinos de su residencia lo increpaban cuando fue visto en las zonas comunes de la urbanización, una periodista local tildó el hecho de “violento”. Sin embargo, ¿es justo considerar como violentas estas manifestaciones espontáneas que representan la expresión de un profundo sentir ciudadano? Creo que no. Todo lo contrario. La sanción social evita la violencia. Es una forma de protesta pacífica que se vacía de significado al disolverse en el adjetivo de “violenta”.
La sanción social es un acto de reafirmación de valores compartidos, lo que redunda en una mayor cohesión social al establecer límites taxativos sobre aquellos comportamientos que no se consideran aceptables. De igual manera, en un país como Colombia, que alcanza niveles de impunidad en el 95% de los casos, es completamente natural que los ciudadanos encuentren en la sanción social, además de una catarsis colectiva que drena la indignación y la impotencia, una forma de justicia indirecta ante aquellos que impunemente laceran el tejido social. Así pues, no sólo es erróneo tildar de violenta la sanción social, sino que, al otorgarle este adjetivo, se está situando en el lugar de víctima a quien en realidad es el victimario.
Y la sabiduría popular no se equivoca recurriendo a este tipo de mecanismos. Hemos visto el malestar que genera sobre los gobernantes y servidores públicos sentir el rechazo ciudadano, pues toca las fibras más íntimas de sus heridas narcisistas. Por tal razón, intentan instrumentalizar a sus hijos o familiares, buscando generar la idea según la cual la sanción social sería un acto reprensible. En otros casos, persiguen, estigmatizan y judicializan a las personas que ejercen este mecanismo, sembrando temor en los ciudadanos para que a futuro se abstengan de realizarlo.
Habría que decir, entonces, que la sanción social es un mecanismo legítimo y eficaz para el ejercicio del control ciudadano sobre los funcionarios públicos y los excesos del poder. La verdadera violencia no está en el abucheo o en el chiflido, sino que debe ser buscada en la corrupción que deja sin alimento a la niñez desfavorecida, o en políticas públicas que empobrecen y someten a la miseria a millones de colombianos. Esa sí es la verdadera violencia.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/julian-vasquez/