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Mucho se habla del sentido común y desde el sentido común, casi siempre elogiando tal cosa. Sin entrar en detalles sobre lo que se entiende por ello, por supuesto que es necesario, pero no suficiente. La complejidad de los fenómenos exige en ocasiones ir más allá para buscar el buen sentido.
Uno de los temas que se aborda desde la ligereza del sentido común es el salario de los congresistas. Casi todos los colombianos están de acuerdo en que son muy altos y “desproporcionados” en relación con lo que ganan los ciudadanos de a pie. Si todos lo dicen es porque están en lo cierto, lo dicta el sentido común y “la voz del pueblo, es la voz de Dios”, diría la mayoría.
Me permitiré llevar la contraria en este tema, con la ilusión de que el buen sentido me acompañe. Lo haré no solo comparando los salarios de los congresistas con el mínimo, sino también con los del sector privado en Colombia y en Estados Unidos, que suele ser nuestro referente económico-empresarial, y teniendo como parámetros condiciones de justicia, equidad y capacidad adquisitiva.
Si un congresista o un alto funcionario del Estado se gana 30, 40 o más veces el salario mínimo, y éste último es muy precario, la solución no es disminuirle el salario a esos funcionarios para nivelar a la mayoría por lo bajo, sino subir el salario mínimo, pero de manera real, esto es, que aumente efectivamente la capacidad adquisitiva de los que menos tienen, so pena de incrementar el precariado (neologismo en el que se funden las palabras precario y proletario y que se explica por sí solo). Y eso que una relación de 30:1 en estos niveles todavía es aceptable, si se tienen en cuenta referentes internos y externos en el análisis.
Tal vez lo que genere tanta indignación no sea el salario de estos altos funcionarios, sino que muchos no se lo merecen y que el mínimo sea tan bajo. Un servidor público honesto y bien preparado, tiene tantas responsabilidades, que amerita una remuneración a la altura de estas condiciones, entre otras cosas para que personas más competentes quieren aspirar a esos cargos y sean menos proclives a la corrupción.
Mientras nos quejamos de los salarios de los dirigentes públicos, no advertimos que hay ejecutivos empresariales devengando 300 o más veces lo que gana un ciudadano remunerado con el mínimo; o 10 y más veces que los congresistas, y eso sin contar los bonos que reciben por resultados ni la cantidad de prebendas extralegales que tienen. No faltan los incautos que consideran que esto es un asunto privado pagado por los dueños o accionistas de esas empresas. Siempre los terminan externalizando en otros agentes, normalmente en los empleados o clientes finales, porque se le carga al producto o servicio.
Estas brechas salariales se han incrementado demasiado en los últimos 50 años en la mayoría de países capitalistas, y hacen parte del malestar mundial con el modelo económico dominante, aunque poco se hable de ello en público. No obstante, Mackey y Sisodia lo denuncian claramente en su libro Capitalismo consciente:
Mientras que los salarios de los trabajadores se han estancado desde hace décadas, el dinero que ganan los directivos se ha disparado y ha echado por tierra la solidaridad laboral. Según el Institute for Policy Studies, la ratio entre el salario del CEO y el salario medio era de 42:1 en 1980, 107:1 en 1990 y 525:1 en 2000. En los últimos años ha descendido para fijarse en 325:1 en 2010.
Para Mackey y Sisodia es clara la relación entre brechas salariales y reputación empresarial, y su impacto en el malestar social. La mayoría de los seres humanos aceptamos de buena gana las diferencias mientras no sean abismales, porque entonces se tornan humillantes. La consigna es clara: diferencias sí, pero no así.
Y si no las regulan los estados, las empresas pueden autorregularse o incluso hacerlo a través de gremios empresariales, que hoy deben cumplir un papel fundamental en tanto pueden ser garantes de la sostenibilidad de los ecosistemas empresariales, que incluyen, además de los empresarios, a todos los actores y agentes del mercado y a la naturaleza misma. Antes de venderla a Amazon, en Whole Foods Market, tenían estipulado, por ejemplo, que la relación entre el que más ganaba y el que menos no podía ser superior a 19:1, de modo que la única manera de que sus ejecutivos pudieran ganar más era aumentando el salario medio de los trabajadores.
De manera que si tanto nos gusta hablar sobre salarios, hablemos de todos. Así como se legisla sobre el salario mínimo, también se debería hacer sobre el salario máximo privado, como se hace en lo público o estatal, aunque suene descabellado para la mayoría. Esto no son ideas petristas ni tampoco una exhortación al comunismo, pero sí a reducir las injusticias, que en nuestro contexto son exorbitantes, para que por lo menos sean funcionales, esto es, que no atenten contra la estabilidad social.
Está claro que el mercado no se autorregula, porque la mano que lo hace no es “invisible”, sino harto visible: el dirigente asalariado. El mismo que en países como el nuestro tendría la posibilidad de contribuir a la estabilidad social, sin renunciar a sus intereses individuales, pero sí moderando su egoísmo.
El sentido común me dice que ellos no lo harán, el buen sentido me dicta que se debería hacer.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/