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Como a la mayoría, el pasar del tiempo (o de la vida) me ha exigido mirar a la oscuridad de frente. Lo oscuro —que puede ser lo más íntimo y doloroso de cada uno— nos permite identificar el daño que un suceso nos ha causado. Para muchas mujeres que conozco, incluyéndome, el acoso sexual ha sido una de las fuentes de ese dolor que cuesta reconocer.
Entre nosotras, a pesar de saber que podríamos estar unidas por ese hecho común, las experiencias suelen estar delimitadas por el silencio, la vergüenza, y el miedo. No poner en palabras el hostigamiento sufrido parece ser el mecanismo que nos queda para seguir con nuestras vidas. Y es que seamos sinceras: nombrarse como víctima podrá ser un acto de valentía, pero en ocasiones no es el acto de resistencia que necesitamos cuando lo único que queremos es encontrar consuelo (consuelo en la culpa que estas situaciones nos generan).
Se ha dicho que el acoso sexual es uno de los llamados gendered harms, que son los daños que mayoritariamente sufrimos las mujeres en razón de nuestro sexo. Como señaló Miranda Fricker (2007), este tipo de acoso, además, puede enmarcarse en la categoría de injusticias hermenéuticas, que son las que ocurren cuando existe una brecha en los recursos colectivos de interpretación que ponen a alguien en desventaja a la hora de dar sentido a las experiencias sociales[1]. En el entendimiento del acoso sexual esto ocurría porque no se contaba con un concepto crítico para reconocer y reprochar estos sucesos.
Hoy tenemos la ventaja de contar con algunas herramientas legales para el procesamiento de estas conductas, tanto en el plano estatal como al interior de instituciones privadas (a pesar de las carencias que encontramos en las formas en las que ese procesamiento ocurre). Sabemos también que es indispensable contar, en diferentes escenarios, con políticas de prevención y con protocolos de atención para este tipo de casos. Sin embargo, creo firmemente que hay un paso previo que, como comunidad (o comunidades que somos), deberíamos sortear en cada contexto: el acto de reconocer públicamente el daño que nos ha causado el acoso sexual. Esto implicaría referirnos, en la medida en la que sea posible, a las dimensiones particulares de los casos y al impacto colectivo que ha causado una cultura en la que el acoso sexual difícilmente se nombra a pesar de todos conocer que es constante y cercano.
Para llegar a ese reconocimiento del daño –que es también una forma de pasar del dolor a la empatía– tenemos que hablar: hablar de las dinámicas presentes en el acoso, el abuso y la violencia. Tenemos que escuchar en los contextos universitarios las implicaciones que el acoso tiene para las estudiantes, y hacer nuevas lecturas de los protocolos de atención con el fin de que estos respondan a las formas particulares en las que ocurre el acoso (esto, por supuesto, también en organizaciones de otra naturaleza). Y lo más relevante: debemos estar dispuestos a escuchar los relatos de otros y ver la oscuridad (que es el dolor y alguna intimidad) de frente: la propia, la del que ha sufrido y la del que ha causado daño.
Quiero tener siempre presente que, en ocasiones, reconocer públicamente el dolor del otro (y lo ocurrido) puede ser más valioso que el despido silencioso (y sin explicación) de quien ha causado daño. Nombrar el daño del que ha sufrido es también una contribución a un entorno en el que el perdón y la reconciliación son posibles.