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¿Quién es más oprimido?

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En los debates políticos contemporáneos hay un tema que se lleva gran parte de la conversación: la pregunta por el determinante de la opresión y la desigualdad. Hay distintas respuestas en las tradiciones políticas. La conservadora —revitalizada ahora en su forma libertaria— menciona que el Estado es el sujeto que impide el desarrollo de la libertad, es, en cierto sentido, el sujeto de la opresión. La visión “progresista”, en donde se cuentan a algunos feminismos y movimientos de izquierda, habla de dos determinantes de desigualdad principalmente.  

En el centro de todo esto se encuentra la pregunta por la igualdad de derechos, por cuál elemento hace que ciertos grupos tengan más poder sobre otros, y en ese sentido, mejores condiciones materiales y simbólicas de existencia. El movimiento conservador argumenta — apelando a su idea de libertad negativa— que el Estado es una suerte de estructura de opresión que restringe con regulaciones y derechos la libertad del individuo. Algunas posturas feministas — no sin tensiones argumentativas— señalan que en una sociedad patriarcal el sexo es el determinante de la “desigualdad original”, y que las demás estructuras son subordinadas. Los socialistas, interpelados por los feminismos, se debaten entre la clase y el sexo como principal determinante de la desigualdad. Las feministas socialistas refutan a las feministas liberales por extraviar la brújula de la disputa primordial: la abolición de las clases sociales. Algunas teóricas feministas proponen considerar al sexo como una nueva expresión de clase. El movimiento por los derechos civiles habla de la condición racial como principal estructura de opresión. El enfoque interseccional plantea un modelo entre niveles de opresión e interacciones de estructuras sociales, pero la conversación no parece estar cerrada. 

Estas posturas aterrizan forzosamente en conversaciones cotidianas sobre los grados de opresión de los grupos casi como una caricatura. Y entonces quienes aceptan la postura feminista dicen cosas como “entre un hombre y una mujer pobres la mujer siempre estará más oprimida por el determinante de sexo”. Una feminista socialista estaría parcialmente de acuerdo y agregaría algo así como que “un hombre negro y pobre está más oprimido que una mujer rica liberal” y así sucesivamente hasta llegar al fondo del infinito bucle de la opresión.     

Cuando se alejan de la caricatura estas tensiones enriquecen el debate teórico y dan forma a la práctica política. Pero algunas veces los presupuestos ideológicos hacen que la discusión se estanque o se hunda en el pantano. La mayoría de las veces esto ocurre no tanto por la firmeza de los principios — que bienvenida— sino por el deseo de tener la razón. El fin del diálogo no es el consenso, pero sí la escucha atenta de la postura contraria. Muchas de esas discusiones no se ocupan de los argumentos y las ideas del otro, si no de cuestiones identitarias. En ese juego no es tan importante qué se dice, si no quién lo dice. El juicio es a menudo sobre las personas y sus condiciones materiales, y no tanto sobre las ideas que elaboran y dicen. Eso no significa que el lugar donde se sitúa al emisor no sea decisivo ¡por supuesto que lo es! — como lo han explicado las teorías sobre la clase y algunas corrientes del lenguaje— pero alumbrar sólo ese espacio oscurece el área de los argumentos.   La discusión sobre la igualdad (que es también la conversación sobre la justicia) es una de las más apasionantes en la historia de las ideas. El énfasis en la identidad y en los lugares que ocupan los hablantes puede estar entorpeciendo la producción de mejores posturas. Privilegiar lo que se habla sobre lo que se representa podría ser un camino para tener mejores conversaciones y construir un mejor mundo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-pablo-trujillo/

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