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Los resultados electorales del pasado domingo fueron contundentes, pero no sorprendentes. El mal “tecnogobierno” de Iván Duque, la oposición consistente y constante del petrismo y el descontento social manifestado en las calles en el 2021 ,fueron el coctel perfecto para que la presidencia de Gustavo Petro fuera hoy, una realidad. Lejos de la experiencia electoral a la que nos había acostumbrado los sucesivos gobiernos pro-establecimiento, estos resultados han dejado una estela de sentimientos encontrados, hilvanados con un hilo de incertidumbres -buenas y malas- sobre lo que sería el futuro de nuestro país. Confieso que me he perdido en esa larga y confusa estela y quisiera, en este escrito, encontrarle algún sentido.
Quiero dejar claro una cosa: Gustavo Petro nunca me ha generado confianza. Ni su pasado guerrillero, ni sus ideas de izquierda me han generado algún tipo de escozor. Todo lo contrario, su participación en política y su eventual victoria, son una ganancia para nuestra democracia y para una sociedad que madura en favor de sistemas de participación más incluyentes, participativos y diversos como la sociedad misma que representan. La desconfianza que le tengo a Gustavo Petro ha sido por su estilo de liderazgo: sus ánimos mesiánicos, su capacidad retórica utilizada para tergiversar y amañar los hechos y los debates, su incapacidad demostrada para conformar y trabajar en equipo, su apuesta revanchista contra sus contradictores y su búsqueda constante del clamor popular por encima de las decisiones difíciles pero responsables, son algunas características que no comparto de él como líder político. Desconfío de ellas.
Con esta predisposición inicié esta campaña presidencial, pero algunos planteamientos de su programa de gobierno me convencieron de no acompañar esa aspiración, ni si quiera, por descarte. Esos puntos son aún tema de debate y alimentan los sentimientos de incertidumbre, miedo y angustia de un importante sector de la población colombiana. Por mencionar algunos: la independencia del Banco de la República, la financiación vía reforma tributaria de un programa de gobierno ambicioso, pero sin piso presupuestal y la transformación de los sistemas de salud y pensión. Temas fundamentales que el nuevo presidente deberá dar respuestas que tranquilicen al país y al tiempo, generen las transformaciones que prometió.
A pesar de todo eso, su candidatura generó una emoción colectiva sin precedentes recientes en gran parte del país. Coleccionó, durante su campaña, guiños con mucho significado para la construcción de un nuevo relato para Colombia y estos edificaron lo que sería un discurso de victoria muy emotivo: la presencia y representación de la población negra a su lado, el énfasis en a las luchas feministas y juveniles, la aparición de Mockus, el micrófono cedido a la mamá de Dilan Cruz, la defensa del proceso de paz y el constante llamado a la unidad del país, invitando incluso, a sus contendores. El registro en redes sociales de ese discurso fue acompañado con vídeos de pueblos enteros bailando, jóvenes festejando, hombres y mujeres llorando, un vibrante momento que recogió el sentimiento de esperanza y felicidad de quienes ven en él, el símbolo del cambio. He decidido respetar eso, y guardar en el fondo, un poquito de esa esperanza de que las cosas pueden mejorar.
¿Y ahora qué va a pasar? Después de transitar por las sensaciones de desconfianza, miedo, incertidumbre, angustia, emoción y un poquito de esperanza, quiero abrazar a la sensación de calma que trae consigo la expectativa libre de cualquier sensación pasada. Una expectativa que me permita observar su gobierno, ser crítico y vigilante de él y acompañar y contribuir en los aspectos que pueden transformar para bien al país. Con esto no redimido las dudas que me generan su gobierno, pero si me dispone a escuchar y observar sin miedo, angustia o excesivo entusiasmo a una propuesta política que se ha basado en exacerbar las emociones de la gente y que ahora, le tocará gobernar con ellas.