Recientemente se conoció sobre las conversaciones del Gobierno Nacional con el Clan del Golfo en Catar. El anuncio, aunque ha sido discreto, ha sido suficiente para reactivar un debate que lleva años latente: ¿puede un Estado dialogar con estructuras criminales responsables de homicidios, desplazamientos, extorsión y minería ilegal? La pregunta es legítima. Pero tal vez no es la más urgente. Tal vez la pregunta que debería guiarnos es otra: como producto de estas nuevas conversaciones, ¿qué significa que las comunidades donde el Clan del Golfo mantiene su mayor presencia –como Córdoba, Urabá o el Bajo Cauca antioqueño– vivan un alivio real frente a la violencia?
Durante años, en estos territorios, la vida ha estado condicionada por la presencia armada del Clan del Golfo. No solo en los momentos de confrontación visible, sino en los silencios forzados, las rutas controladas, las decisiones impuestas. La violencia no siempre se anuncia con disparos: a veces se siente en la necesidad de pedir permiso para abrir un negocio, en la rutina escolar alterada por un panfleto, en el temor de hablar en público. Por eso, el alivio no puede medirse únicamente por la reducción temporal de enfrentamientos armados. El cambio deberá sentirse en lo profundo de lo cotidiano: cuando los liderazgos sociales puedan actuar sin miedo, cuando el destino de cientos de jóvenes no sea tener que elegir entre abandonar su tierra o pertenecer a una estructura criminal, cuando la ley deje de ser una promesa lejana.
Un alivio real exige más que mesas de diálogo en el extranjero o anuncios temporales de ceses al fuego. Requerirá transformar la relación entre el Estado y los territorios históricamente marginados, asumir que la seguridad no se impone desde Bogotá (o Catar) ni se negocia en abstracto. El riesgo es caer en el espejismo de la desmovilización sin transformación, del silencio armado que sustituye la violencia con control invisible.
Por eso es clave que las comunidades estén en el centro de la conversación. No como testigos, sino como protagonistas. Son ellas las que han resistido, las que conocen el mapa de la violencia en cada vereda y las que, con frecuencia, tienen más propuestas que los funcionarios que las visitan cada cierto tiempo. Un proceso que busque reducir el poder de los ilegales sin fortalecer simultáneamente el poder de lo comunitario está condenado a la fragilidad.
Y en ese esfuerzo, el Estado tiene una tarea ineludible: dejar de estar ausente. No hay alivio sostenible si no hay justicia que funcione, educación que transforme, salud que atienda y oportunidades que retengan a los jóvenes en sus territorios. No se trata solo de promesas futuras, sino de acciones concretas hoy. Porque si no hay alternativas reales al poder criminal, la violencia encuentra el camino para reinventarse.
Vivir en paz no puede seguir siendo una consigna abstracta, aunque deseable. Lo que se converse en Catar debe traducirse en transformaciones reales para cientos de ciudadanos: caminar sin miedo, hablar sin temor al castigo, trabajar sin extorsión. Es saber que la norma no la dicta el más armado, sino el derecho. Es afirmar que, por fin, la gente en los territorios puede dejar de sobrevivir para empezar a vivir.
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