Procesiones y balas

La Semana Santa de 2025 estuvo marcada por una ola de violencia que sacudió varios rincones del país. Entre el 13 y el 20 de abril, el país se enfrentó a una realidad brutal: en La Plata (Huila), un atentado contra el puesto de Policía dejó dos hermanos muertos y más de 30 heridos; mientras que en la zona rural de Mondomo y en Santander de Quilichao (Cauca), disidencias de las FARC –particularmente el frente de “Iván Mordisco”– asesinaron a una productora de café y a un operario de una compañía energética mediante explosivos.

La solemnidad de las procesiones no fue suficiente para frenar la violencia. En el Sábado Santo un patrullero fue asesinado durante la celebración en Lourdes (Norte de Santander) por el ELN, y ese mismo día en Chigorodó (Antioquia), un cabo de la Policía fue ejecutado por el Clan del Golfo. Estos ataques ocurridos en plena Semana Mayor revelan no solo la fragilidad de la seguridad en zonas rurales y periferias urbanas, sino también la capacidad de los grupos armados para aprovechar cualquier espacio para mantener su control territorial y atemorizar a la población civil.

Más que sucesos aislados, estos hechos ponen de manifiesto las limitaciones de la política de paz del actual gobierno cuyos problemas estructurales se pueden resumir en al menos cinco puntos.

El primero es el alcance restringido de los ceses al fuego. Si bien ciertos acuerdos momentáneos lograron disminuir los enfrentamientos directos entre la fuerza pública y los grupos criminales, no han impedido que esas mismas organizaciones diriman sus disputas a tiros en territorios en vilo. Al carecer de un mecanismo efectivo para evitar la confrontación entre grupos, se ha intensificado la pugna por el control de rutas y poblados, alimentando una carrera armamentista que erosiona cualquier avance hacia una paz estable y duradera.

El segundo punto hace referencia a que los incentivos diseñados para promover el diálogo han resultado contraproducentes. Al ofrecer beneficios y reconocimiento a quienes aceptaran sentarse a negociar, la política estimuló a facciones dispersas –como el Estado Mayor Central– a reagruparse y reforzar su estructura antes de llegar a la mesa. En vez de desmovilizarse, estos grupos aprovecharon la oferta de negociaciones para reclutar nuevo personal, mejorar su armamento y expandir su influencia territorial, consolidando así su poder al margen del proceso de paz.

El tercero corresponde a la desmovilización de las FARC ha dado paso a la emergencia de múltiples facciones disidentes y redes criminales que quedaron fuera de cualquier acuerdo formal. Al multiplicarse estos grupos, el panorama del conflicto se fragmentó aún más, complicando los esfuerzos de negociación, dispersando los focos de violencia y dificultando la aplicación de estrategias de seguridad y desarrollo territorial integral.

El cuarto es la articulación institucional y el marco legal han mostrado grietas profundas. La instancia de Alto Nivel (Decreto 2655 del 31 de diciembre de 2022), diseñada para distinguir entre agrupaciones insurgentes y estructuras criminales, no ha funcionado según lo previsto pues la ausencia de protocolos claros y de respaldo normativo ha dejado la clasificación y las rutas de negociación en manos discrecionales del Alto Comisionado para la Paz. Este vacío ha deteriorado la coherencia del proceso y ha socavado su legitimidad tanto ante las comunidades afectadas como frente a la opinión pública.

El quinto y último punto advierte la falta de una estrategia paralela para combatir las economías ilícitas. En los últimos años se han desplegado pocas operaciones eficaces para desmantelar redes de narcotráfico, erradicar corredores de minería ilegal e interrumpir las rutas de extorsión que financian a los grupos armados. Este vacío institucional ha permitido a más de una organización criminal aprovechar la tregua para fortalecer sus estructuras de producción y distribución, afianzar fuentes de ingreso y ampliar dominios territoriales, desafiando así la autoridad del Estado y alimentando nuevos ciclos de violencias.

La violencia reciente nos recuerda que la ambiciosa aspiración de la “Paz Total” sigue chocando con realidades pendientes: territorios donde el Estado no ejerce autoridad plena; grupos armados que aprovechan vacíos legales e incentivos al diálogo para expandirse en lugar de desmovilizarse; y economías ilícitas que continúan financiando la guerra. Hoy no bastan treguas parciales ni mesas de negociación sin un control riguroso. Entre otros temas, es indispensable articular con eficacia la justicia transicional, fortalecer las instituciones locales, desplegar operaciones simultáneas contra las finanzas criminales y garantizar la transparencia en cada fase del proceso.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/cesar-herrera-de-la-hoz/

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