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Amalia y yo decidimos partir de un sentimiento común y de la intención de dejarlo por fuera de nuestro cuerpo. Este fue el resultado conjunto de mis palabras y su arte:
Esta semana me crucé con una cita que dice que el término “awe” se refiere a la sensación de estar en presencia de algo vasto que trasciende el entendimiento del mundo[1]. Awe –que es una palabra difícil de traducir pues podría ser temor, asombro, ambas o ninguna– es la forma en la que he decidido vivir todos los días.
En el último tiempo he presenciado esta sensación en muchos sucesos que trascienden mi entendimiento: conexiones y sincronicidad inexplicables, tiempos precisos, y la sensación de pertenecer a algo más grande que nosotros mismos. Pero también hay awe en lo cotidiano: prender velas y ver el fuego y su transformación ha sido la forma de presenciar que todo se agota, se consume, se condensa, y se detiene. Soñar, por su parte, ha sido el recordatorio del temor y el asombro que genera la recreación o la creación de sucesos, que aunque son mentales, nos dicen quiénes somos y dónde estamos.
Hace dos semanas escribía sobre estar feliz, sobre contar la vida desprendiéndome de los duelos. Lo paradójico fue que la noche siguiente a enviar el texto volví a soñar, después de meses de no hacerlo, con estructuras que se caían. En mi sueño un centenar de personas murieron, al igual que aquel veinticuatro de junio. Esta imagen –que trajo a mi recuerdo parte de esa ansiedad que ya bien conozco– me reiteró que el dolor, aunque se haya desprendido, se recuerda.
Ese veinticuatro de junio fue mi último día teniendo veinticuatro años. Ese día, también, noventa y ocho personas perdieron la vida, entre ellas quienes estaban en el apartamento 204. Veinticuatro días después murió la persona que, entre mi familia, más sufrió con la noticia de aquél jueves en la mañana sobre la muerte de los visitantes del 204: C, L y V. Awe ha sido volver a soñar con ese suceso, con lo que se cae y destruye con su paso; pero también ha sido entender que el veinticuatro, así no tenga un significado místico, es un recordatorio de la finitud del dolor que antes he aprehendido.
Más de un año después del suceso fui a presenciar el espacio que los hizo feliz y sepultó –tan contradictoria esa realidad como el significado de awe–. Allá, en compañía de Amalia, que es mi amiga profunda y compañía más cierta, hice la promesa de seguir presenciando lo trascendente a través del movimiento. Esa es la promesa de vivir como el mar –el que presenció aquel veinticuatro y que hoy, con un silencio recalcitrante, conserva la solemnidad necesaria para recordar a quienes no están–, que no es más que vivir en lo que fluye, sana y libera.
Movimiento, en mí, ha sido hacer ejercicio y escribir: ese es el hábito, la meditación y mi ofrenda diaria a lo trascendente –que está en ellos, en nosotros, y en todos–.
Más allá de lo místico, escojo los veinticuatro, como hoy, para recordarlos, para honrar el dolor renacido: en palabras –simples palabras– que permiten que el asombro sea el mecanismo para hacer del cuerpo un lugar sagrado y el canal para continuar haciendo conexiones luminosas. Está en uno la posibilidad de entregar el dolor a las palabras, al arte, a la música y a lo verdaderamente bello. Ya somos el fuego en constante transformación y los sueños que se recuerdan.
*Mis veinticuatro pueden ser tus veintidós, veinticinco, diecisiete o tu presente.
** Este es también un homenaje a S, que se fue el veinticinco hace un año.
[1] Dacher Keltner
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valentina-arango/