Preguntas que brillan

“A veces escribo una palabra y me quedo mirándola hasta que empieza a brillar”. Emily Dickinson.

Esta semana volví a ver imágenes de montoncitos de paracaídas abriéndose, cayendo cargados de alimentos sobre la población gazatí famélica, herida físicamente pero, sobre todo, con una herida mortal en el alma. Contemplé las escenas como si fuera la primera vez, intentando comprender, más allá de lo teórico —tantas veces rebuscado para excusar—, por qué no se puede llegar a esos dos millones de personas convertidas en bestias enjauladas por los mismos que discuten cómo enviarles alimento.

Seguro les ha pasado que oyen una palabra común, pero en esa ocasión les suena raro, como si no la hubiera oído nunca, y repasan mentalmente su sonido, tratando de normalizarla, de volver a oírla igual para salir de ese bucle de sinsentido y escapar de la locura. Así me sucedió observando los paracaídas, intentando comprender que esta sociedad haya desencadenado una guerra, bombardeado, arrasado todo, cerrado fronteras, detenido camiones de ayuda, visto niños y ancianos mutilados en directo, cuerpos que han olvidado la figura humana, con pieles talladas a huesos forzados a renunciar, y entonces deba tirar bultitos desde el aire porque no se atreve a acercarse al infierno que creó. Recordé algo viejo, esa idea de Thomas Hobbes según la cual el hombre es un lobo para el hombre. Y, sin encontrar normalización alguna para lo visto, pensé en eso que planteó un profesor de Historia Contemporánea de Europa en una entrevista, según lo cual “la combinación de sorpresa e inocencia a veces genera las mejores preguntas: las necesarias”.

Nos hacemos muy pocas preguntas. Se ha vuelto esta una sociedad de dudas idiotas planteadas a inteligencias artificiales, aliviada de no tener que recurrir a la inteligencia natural. Una sociedad perezosa que se cuestiona poco, aprende poco, siente poco, incapaz de replantearse las preguntas básicas e inquietarse, dudar, rebatir y tener ideas propias cuando algo no tiene sentido. Nos conformamos con lo que digan los que creemos que tienen la razón y, tantas veces, lo defendemos a muerte. Y una sociedad perezosa es justo eso: una sociedad muerta.

Preguntarse es más difícil y más doloroso. Se vive en terrenos movedizos y más solitarios. Pero es también más luminoso, más vivo, más humano; existe, al menos, una búsqueda. Hay un verso de Mary Oliver que, como tantas veces, llegó a tiempo: “Mi trabajo es amar al mundo (…) Déjame / tener mi mente en lo que importa / que ese es mi trabajo, que es sobre todo estar en silencio y aprender a estar asombrada”.

Vivo absorta. Me sigo preguntando lo esencial, como abriendo los ojos por primera vez, porque no comprendo lo que veo, las explicaciones adultas, expertas, me resultan ajenas, no se ajustan a la realidad que percibe mi mirada. Parece que no comprendo y puede ser que haya enloquecido, como cuando a uno le resulta extraña la palabra agua, que oyó desde el principio, y no la encuentra más. Me seguiré preguntando, en busca de cordura, de paz. Traigo de nuevo el poema del palestino Marwan Makhoul, que cité en esta columna de octubre 20 de 2023, hace casi un siglo (ya era esto un infierno hace veintidós meses, pero nadie se preguntó nada): “Para escribir una poesía / que no sea política / debo escuchar a los pájaros / Pero para escuchar a los pájaros / hace falta que cese el bombardeo”.

Pablo Ordaz recordó esta semana el final del poema Si se supiera, de Manuel Vázquez Montalbán: “Cuántos deben morir cada día en Etiopía / para que nos salga social / de pronto / la poesía”, y dijo: “Nuestro Beirut, nuestra Etiopía, será Gaza. Qué no daremos entonces por no haber callado tanto”.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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