Intentemos entender la lógica de la Paz Urbana. El Gobierno Nacional parte del reconocimiento de que los niveles de criminalidad en el Valle de Aburrá son altos, y de que la labor de los organismos de seguridad no ha sido –ni será– suficiente para contenerlos. Por eso propone abrir un espacio de conversación con líderes de estructuras ilegales, con el fin de desarmar, desmovilizar e integrar a sus miembros a la legalidad, en lugar de insistir en un modelo centrado en capturas y acción penal.
Según el Gobierno, el “control duro” ha fallado porque los hechos violentos tienen raíces estructurales que deben ser abordadas. A ello se suma un relato que atribuye responsabilidad a ciertas élites que han preferido que Medellín permanezca sumida en el caos. Se trata, en suma, de un relato social, económico y político que busca justificar históricamente por qué en algún momento cientos de jóvenes empuñaron un arma, y por qué hoy la cárcel no es la solución a los niveles de criminalidad y violencia.
Esta lógica del Gobierno Nacional no ha logrado pasar de este esbozo general a un plan concreto. El tiempo ha corrido con rapidez desde que el presidente Petro firmó, en mayo del año 2023, la Resolución 138, con la cual dio vida formal al “espacio de conversación sociojurídica de construcción de paz urbana con las estructuras armadas de crimen de alto impacto de Medellín y el Valle de Aburrá”. A dos años del inicio de las conversaciones, los problemas que tiene esta Paz Urbana están profundamente ligados a su concepción original.
Primero, aún hoy nada se conoce sobre cuáles serían los incentivos para que los aproximadamente 12 mil integrantes de combos y bandas de Medellín dejen las armas y renuncien a los negocios ilegales. Por ejemplo, ¿qué esperaría de la Paz Urbana una persona de 18 años, sin estudios ni experiencia laboral alguna, para no volver a empuñar un arma y renunciar a los dos o tres salarios mínimos que puede ganar al mes en el negocio del microtráfico o cobrando “vacunas” a hogares y comercios?
Es más, tras dos años de diálogos, cabe preguntarse si el Gobierno Nacional ha logrado algún avance para conocer –al menos– cuántas personas pertenecientes a las estructuras criminales sí estarían dispuestas a aceptar una propuesta de salida del mundo del crimen. ¿Cómo se enfocarían los incentivos según el rango de edad y sus responsabilidades en la organización?, ¿existe un plan específico para proteger y restablecer los derechos de los menores de edad involucrados?
Segundo, tampoco ha sido posible entender aspectos básicos de cualquier mesa de conversación: ¿existen ejes temáticos, tiempos y responsables de los compromisos adquiridos?, ¿quiénes validan que se están cumpliendo los objetivos?, ¿qué papel juegan otras instituciones del Estado y la sociedad civil en esta mesa de conversación?, ¿y qué se espera de aquellos actores que son esenciales en la gestión territorial de la seguridad como la Alcaldía de Medellín?
Tercero, resulta crítico que no exista una hoja de ruta que permita entender qué se ha dialogado en torno a ejes temáticos fundamentales. Persisten interrogantes clave: ¿cómo se está avanzando en el esclarecimiento de hechos como desapariciones, homicidios, desplazamientos forzados y otras formas de victimización ocurridas en el Valle de Aburrá?, ¿qué tipo de reparación y restauración están contemplando?, ¿cómo se manejarán los bienes ilegales que han sido adquiridos por estas organizaciones?, ¿será posible conocer los mecanismos que usan actualmente para el lavado de activos?
Y cuarto, después de dos años de conversaciones el Gobierno Nacional sustenta que gracias al espacio de diálogo sociojurídico, la ciudad de Medellín está en su mejor momento en términos de seguridad. Dos cuestiones surgen al respecto: por un lado, si la Paz Urbana no ha logrado desenredar ni siquiera cuáles son los incentivos más básicos para que 12 mil personas renuncien a las armas y a los negocios ilegales, ¿cómo atribuye el Gobierno Nacional a la Paz Urbana una mejora sostenible y duradera en los indicadores de seguridad?
Por otro lado, ¿por qué se desconoce la trayectoria que ha tenido Medellín en materia de seguridad? Hace muchos años la ciudad dejó de ser el epicentro de la violencia homicida que marcó la década de los noventa. Y en los últimos años, la tendencia ha sido consistentemente a la baja: la tasa de homicidios bajó de 26 por cada 100 mil habitantes en 2018 a 14 en 2022, y se proyecta que estará en 12 en este 2025, según el SISC. Además, en el presente año, el 50 % de los homicidios categorizados siguen estando relacionados con estructuras criminales o con hurtos. Esto evidencia que, antes de atribuir algún efecto causal a la iniciativa de Paz Urbana, es necesario considerar otros factores que también inciden de manera significativa en la dinámica homicida.
Como gesto de paz, a finales del año 2024 e inicios del 2025 los integrantes de la Mesa de Paz Urbana anunciaron un piloto para reducir la extorsión en algunos barrios de Medellín y Bello. Lo declararon un éxito y anunciaron su extensión por un tiempo adicional. Sin embargo, meses después, persisten las preguntas: ¿en qué porcentaje disminuyeron las extorsiones?, ¿qué tan sostenible es la disminución en el largo plazo?, ¿es posible replicar la “directriz impartida” a otras zonas del Valle de Aburrá? Como vemos, dos años después, la Paz Urbana en el Valle de Aburrá sigue sin responder las preguntas que realmente importan.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/cesar-herrera-de-la-hoz/