Pensar en desarrollo social y económico en territorios atravesados por economías ilegales, presencia armada y profundas desigualdades no es un ejercicio teórico. Es un reto urgente y cotidiano para miles de personas que viven en municipios donde las fronteras entre legalidad e ilegalidad se difuminan, el Estado llega de forma fragmentada y las comunidades levantan resiliencia en medio de la incertidumbre.
En estas zonas, no basta con hablar de presencia institucional. Muchas veces hay escuela, pero no hay maestros. Hay puestos de salud, pero no medicamentos. Hay operativos de seguridad, pero no rutas claras de justicia. Hay proyectos de desarrollo, pero no arraigo territorial. El resultado es una intervención estatal en pedazos, incapaz de articular respuestas sostenidas a problemas complejos. Y, en ese vacío, los actores ilegales ofrecen orden, control o protección, mientras las comunidades aprenden a sobrevivir sin esperar demasiado.
Aún en medio de las dificultades, emergen formas poderosas de resistencia que sostienen la esperanza y la posibilidad de avanzar. Son los liderazgos comunitarios que, sin recursos ni reflectores, sostienen el tejido social y empujan alternativas frente al abandono. Son las redes de mujeres que se organizan para proteger la vida; son los jóvenes que imaginan un futuro digno sin tener que migrar ni ceder al poder ilegal. Estas expresiones de resiliencia no pueden seguir siendo tratadas como notas al pie en la discusión sobre desarrollo. Al contrario, deben ser el punto de partida: toda estrategia de desarrollo social y económico que ignore a estos actores está condenada a ser frágil, efímera o impuesta.
Por eso, pensar en paz y desarrollo en estos territorios implica abandonar las recetas uniformes. No se trata de copiar modelos diseñados desde los centros de poder, sino de reconocer que cada territorio tiene su propia lógica, su propio conflicto y su propio camino. La paz no puede reducirse a la firma de acuerdos, ni el desarrollo a la ejecución de proyectos. Se trata de construir confianza, redistribuir poder, garantizar derechos y acompañar trayectorias de transformación a largo plazo.
Un primer paso sería articular lo que hoy está disperso. Integrar seguridad, justicia, educación, salud, infraestructura y participación en una sola apuesta estratégica, sostenida y coherente. El segundo paso sería político: escuchar y corresponsabilizar a los liderazgos locales. Porque nadie conoce mejor los mapas del miedo, ni las posibilidades del cambio, que quienes habitan esos territorios. Y el tercero, quizás el más difícil, es el del tiempo: sostener las intervenciones más allá de los ciclos políticos, más allá del aplauso inmediato. Ojalá los múltiples candidatos que se preparan para las elecciones de 2025 estén pensando en eso, no como una promesa electoral más, sino como una hoja de ruta para la transformación real.
Desarrollo y paz no son dos metas separadas, ni son condiciones que se esperan para intervenir. Son apuestas simultáneas que se construyen en cada decisión institucional. Y en los territorios más complejos, donde coexisten violencia, dignidad y fragmentación, esa apuesta requiere algo más que buena voluntad: exige coherencia, estrategia y compromiso real con una transformación estructural.
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