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Han votado en Europa. O lo están haciendo. Depende del momento en que se lea esta columna. Y, si los sondeos de las encuestadoras están en lo cierto, la ultraderecha del viejo continente ha ganado más escaños en el Parlamento Europeo.
Hace unos días, nada más, celebraban en las costas de Normandía los 80 años del Día D, el desembarco que significó el inicio del contraataque contra el fascismo. Hoy hay partidos en Italia, en Francia, en Países Bajos, en Noruega, en Suecia, en Finlandia… que ondean sin vergüenza alguna banderas fascistas. Toda aquella guerra para nada.
Hay alarma entre algunos. Entre los sensatos, diría alguien sensato. “¿Qué fuerza tienen los partidos de extrema derecha en Europa?”, se preguntaban hace pocos días un trío de periodistas de El País de España mientras echaban cuentas sobre lo que será el nuevo Parlamento. Y resulta que no es poca.
Escribió Karl Marx: «Hay un fantasma que recorre el mundo…» pero este fantasma de hoy está en las antípodas de aquel que el filósofo alemán anunció en 1847. Ese fantasma tiene pies, brazos, cabeza y voz, una voz amplificada, por demás. Ese fantasma no es incorpóreo, es visible y ha ido sumando gente que no le ve nada malo a sus posturas antiderechos, a sus maneras reaccionarias, a sus formas violentas. Y no anda solo por Europa, hace años pasó a este lado del Atlántico y se paseó por las presidencias y lo sacaron del poder y amenaza con volver.
Hay quienes no ven un problema en ello. ¿Por qué —se preguntan— les parece malo que crezca la ultraderecha y no se preguntan lo mismo cuando gana la izquierda? Y luego pasan a relativizar posiciones, afirmaciones, crímenes. Que no es para tanto que la italiana Meloni haya dicho que el Duce fue un buen político, por ejemplo, para quedarme solo en Europa y no hablar de jóvenes muertos y recolección de café.
Pero caigo en la trampa de la dicotomía, del mundo puesto en dos únicas orillas. Porque el problema aquí no es que ganen los de tal o cual espectro político, sino que se fortalezcan esas opciones que hacen de este planeta un lugar egoísta y ruin, un lugar donde se celebra que haya que luchar por sobrevivir, un territorio en disputa con enemigos inventados solo para ganar elecciones y retener el poder.
Y aún hay gente que se pregunta qué hay de malo en ello. Como me dijo alguien, esto no es un asunto ideológico, sino ético. Y no se trata de decir que todo el conservadurismo político es terrible. Hay ejemplos regados por el mundo que demuestran lo contrario. Pienso, por ejemplo, en G.K. Chesterton. Es la transformación de ese conservadurismo en radicalismo.
Hay una serie sobre un noticiero que lo explica mejor. The Newsroom, se llama y aún se puede ver en lo que fuera HBO y que hoy se llama Max. La protagoniza Jeff Daniels, que interpreta al presentador Will McAvoy, un irreverente periodista republicano.
La segunda temporada transcurre durante las elecciones que enfrentaron al presidente Obama contra Mitt Romney. En el episodio final, otra republicana le cuestiona a McAvoy sus lealtades a causa de sus constantes diatribas en contra el partido Republicano. Ocurría, pues, en 2012.
«Me declaro republicano porque lo soy. Creo en soluciones de mercado, en las realidades con sentido común y en la necesidad de defendernos en un mundo peligroso. Eso es todo.
El problema es que ahora debo ser homofóbico, contar cuántas veces va la gente a la iglesia, negar hechos y pensar que la investigación científica es un fraude, pensar que los pobres llevan una vida fácil y tener un complejo de inferioridad tan tremendo que me haga temer a la educación y al intelecto en pleno siglo XXI».
Gente así es la que está fortaleciéndose como opción política en varias partes del mundo. Y no pinta bien.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/