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Hace unos días, otra columnista de este medio, Salomé Beyer, escribió un texto llamado Bellezas, sobre esa presión que nos impone la sociedad a las mujeres de ser hermosas, cumplir estándares de cómo debemos vernos, vestirnos, comportarnos, y el porqué no cumplirlo a cabalidad nos hace ser siempre insuficientes. Pensé entonces en la forma en la que eso me ha afectado y me ha hecho juzgarme duramente y juzgar a otras mujeres.
Hablaré de la sociedad de Medellín en particular porque es la ciudad en la que nací y en la que siempre he vivido. Aquí la belleza es un mérito y, sobre todo, un objetivo. Todas las mujeres de esta ciudad hemos caído en esa trampa. Cuando tenía 16 años vi una valla de la Alcaldía que, en ese entonces, era administrada por Sergio Fajardo, que decía: “A las mujeres en Medellín las medimos por su talento”. Recuerdo que me pareció un insulto. Por esos días, el alcalde decidió quitar el presupuesto que se le asignaba a la Señorita Antioquia para participar en el Reinado Nacional de Belleza, el cual yo no me perdía y me parecía de una solemnidad casi poética.
Siempre he sido una admiradora de la belleza, pero en ese momento solo la consideraba desde lo físico, aun cuando mi vida estaba rodeada de formas de belleza, sofisticación y elegancia mucho más profundas y valiosas que yo ignoraba, precisamente porque era víctima de ese modelo impuesto de un solo tipo de cuerpo, cara y pelo. Decidí escribirle una carta abierta a Fajardo donde le decía que la belleza también era un mérito y que no estaba de acuerdo con su decisión de eliminar el presupuesto a un evento que tantas personas disfrutábamos. La carta la publicó un periódico local y al día siguiente me llamaron para pedirme entrevistas y hasta me propusieron un conversatorio con Lucrecia Ramírez, quien ejercía como Primera Dama de la ciudad en ese entonces.
Me avergüenza la ingenuidad de mi iniciativa y también la superficialidad de mis argumentos, pero también me aplaudo porque hoy, a mis 32 años, no sería capaz de mandarle una carta abierta a ningún político y menos haciéndole un reclamo. Por supuesto ya no pienso así y lo que me ofende hoy es, por el contrario, ese culto al cuerpo y a la imagen simplemente por encajar. Porque en el fondo casi nadie se pregunta cómo se quiere ver, cómo se quiere vestir, cómo se quiere comportar. Esta es la sociedad donde la homogenización es un motivo de alabanza; y lo distinto, de rechazo. Me tomó muchos años interiorizarlo, sanarlo, y entenderlo.
Aunque este tipo de medidas se suelen aplicar en muchos aspectos, hoy me refiero particularmente a ese manual implícito que todas las mujeres tenemos que cumplir para ser aceptadas, para ser suficientes en esta sociedad que se acostumbró a lo superficial y engañoso como si de esa manera compensáramos un poco el caos y el horror que vivimos. Como si viéndonos hermosas todo el tiempo escondiéramos la fealdad y el vacío de nuestra cultura. Y peor aún, como si las responsables fuéramos únicamente nosotras.
Más allá de lo estético, me parece también que a las mujeres se nos imponen unas medidas crueles, exageradas, absurdas e injustas en todos los aspectos. Muchos adjetivos. Por eso me detendré en cada uno. Crueles, porque nos juzgan sin piedad, nos comparan constantemente unas a otras, despojándonos por completo de nuestra condición de seres humanos, de ciudadanas, como cuando a una víctima de abuso le dicen “Eso le pasa por puta” o “Esa vieja está varada, lo que necesita es buen sexo”. Exageradas, porque no hay una proporción entre las críticas sobre lo que somos versus lo que la sociedad cree que debemos ser: “Mujer que no joda es macho”, por ejemplo. Absurdas, porque las frases con las que nos violentan están llenas de generalizaciones, lugares comunes y estereotipos que la cacería de brujas de la Inquisición impuso sobre las mujeres por los siglos de los siglos: “Todas las mujeres echan cantaleta”, “Las mujeres están locas”, “Esa es bruja, enyerbó al marido”. Injustas, porque carecen de igualdad frente a los hombres con sentencias como “Los hijos son de la mamá”, quitándoles toda la responsabilidad de paternidad a los hombres o parejas sentimentales de las mujeres. O la famosa “Tal cosa se ve peor en una mujer”, como si por mandato divino o universal la mujer viniera con un manual de urbanidad y modales más evolucionado que el del hombre y obligada a cumplirlo sin margen de error.
Es agotador de verdad.
Podría ponerle otro título a esta columna, pero decidí llamarla Perdonar, porque más que un grito ahogado en este vallecito sofocante que ya se cansó de oír alaridos es una carta abierta para pedirles perdón a todas las mujeres que he juzgado despiadadamente: a la amiga que vomitó en la fiesta y le dije que estaba muy borracha y en vez de cuidarla dejé sola. A la que tildé de perra porque vivía su soltería como quería. A la que reduje a su aspecto físico considerándola insuficiente por su peso, estatura o color de pelo. A la que llamé grilla porque su manera de vestir no se parecía a la mía. A la amiga mamá primeriza a la que critiqué porque no lo estaba haciendo lo suficientemente bien (cuando ni siquiera tengo hijos). A la amiga mamá de tres que eligió ser ama de casa y la llamé mantenida. A mi hermana, por las veces en las que la he tratado con desidia y no he estado para ella. A mi mamá, por tantos reclamos, cuestionamientos e inquisiciones, por no considerarla un ser humano ni una mujer antes que una esposa o una madre, por exigirle la perfección y criticarla en su vulnerabilidad. A mí, por compararme con otras mujeres en el aspecto físico, emocional e intelectual de manera tormentosa, por las veces en las que no me he valorado ni me he amado, por los momentos en los que me he traicionado para encajar y “cumplir” con los estándares, por querer cambiar mi rostro y mi cuerpo con cirugías, dietas, prendas y zapatos incómodos, poses fingidas y complacencias inútiles, antes de preguntarme realmente quién soy y qué quiero para mi vida.
A todas ustedes les digo —nos digo—, perdón. Somos suficientes.