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La vida, si no hubiera que pensar en el dinero, sería, literalmente, otra vida. En principio, dejando a un lado las necesidades básicas, el dinero sirve para saber quién es una persona o una nación: cómo mira la vida y cómo planea y utiliza lo que tiene para intentar mejorarla.
Hay gente a la que le compran la vida con dinero. Sus días son ajenos para que crezca una suma que, en teoría, enriquecerá su vida, algún día, si logra recuperarla a tiempo para vivir, y si su compromiso radical con la producción y el consumo ilimitados no ha acabado con el agua y el aire para ese momento. Y hay gente que no es capaz de vender la vida y entonces compra sus propios días para asegurar un hoy colorido y vivo, sin apenas certezas sobre el mañana, en un aprendizaje arriesgado y bellísimo sobre la levedad.
Hay gente que acumula poder y cosas, que se siente exitosa porque en la vida que ha vendido la llaman con títulos sonoros e invisibles, pura teoría. Y hay gente que calcula su riqueza en cantos de pájaros, fronteras cruzadas, idiomas que reconoce o que puede hablar o entender, libros leídos a partir de los cuales mira distinto todas esas fronteras y esos idiomas, recuerdos llenos de paisajes y sonidos y sabores que no caben en títulos ni en clósets ni en parqueaderos, y que se van fundidos con esa gente cuando deja de vivir la vida que fue suya.
Hay países que acumulan armas y convierten sus bosques en cemento y las formas de su historia en formas modernas, y eso lo llaman progreso. Países en donde el dinero se usa en construir muros para evitar que lleguen otras gentes y que gastan más expulsándolas de lo que costaría integrarlas para explorar las posibilidades de vidas más anchas. Países en donde las personas crecen con la idea de que vender la vida es progresar y entonces se pasan esa vida entre muros de concreto y paralizados en vías modernas respirando veneno, olvidando quiénes son.
Un país, para ser una nación, tiene que decidir qué tipo de sociedad quiere ser. Algunos se empeñan en invertir en la guerra, partiendo de que la fuerza y el poder van de la mano de la violencia y la dominación. Se olvidan del llamado dividendo de la paz, en donde el dinero que se hubiera gastado en armas se invierte en educación, salud, investigación, cultura, de manera que más personas puedan vivir según su propia mirada —vender menos sus vidas— y tejer sociedades fuertes y poderosas, enamoradas de su belleza y con la necesidad y el deseo de vivir profundamente presentes coloridos. Sociedades rebosantes de talento, ricas.
Hay un azar azaroso en cuanto al país y la familia en la que se nace, a eso que te dicen acerca de qué es la vida y qué es el éxito cuando apenas abres los ojos y empiezas a dibujar lo que ves. Y se requiere una valentía desde las entrañas para desafiarlo y ser de los que venden o de los que viven.
Escribía David Trueba sobre las disputas familiares alrededor de los ancianos adinerados y sobre el asco que le producía el concepto de la herencia monetaria. Decía que hemos diseñado un mundo espantoso para cuando llega la hora de decir adiós y que las despedidas son muy importantes. Recordé una conversación que tuve sobre cómo los padres que dejen herencias a sus hijos deberían entregarlas en vida, mucho antes de decir adiós, de manera que sean verdaderamente oro, que no tengan precio, pues llegarían a tiempo para utilizarlas en cumplir sueños: para no tener que vender la vida y gastársela pensando en dinero, sino invertirla en convertirse en ellos mismos, en sus tesoros internos. Conviértete en quien eres, decían los griegos. Porque el dinero debería ser para cumplir sueños. Y los padres viendo a sus hijos elevar lo que son para mostrárselos antes del adiós, eso es la belleza.
Dijo la directora del Museo de Kiev que ardía en deseos de desempacar todos los cuadros que tienen escondidos por la guerra para volver a colgarlos en las paredes, en las que hoy solo hay marcos vacíos. Y pensé que la esperanza está en arder de deseos de volver a intentarlo sobre paredes blancas. El dinero es para arder de deseos de hacer lo que uno hace hoy.
Contaba la escritora Jazmina Barrera en Línea Nigra que, tras un terremoto en México que derrumbó un edificio en el que estaban las obras de arte de su madre, encontraron las artesanías más delicadas en perfecto estado entre los escombros. Y pensaba yo que el dinero es para hacer de la vida una artesanía delicada: la única certeza es la fragilidad en medio de una belleza profunda que vale la pena salvar cada día. Una belleza que salva.
El dinero es para proteger la belleza.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/