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Para comprender la vida: amor y arte

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“Al papá le dio algo. Hay que llamar a Emi”. Tras un par de horas estábamos en la puerta del Hospital Neurológico, asustados, decidiendo los asuntos logísticos: quién se queda a amanecer, qué papeles están pendientes, a qué hora pasa el neurólogo. Era 21 de diciembre de 2023; ese día cumplí cuarenta y un años. Ese día me sentí de 8. Era la niña, sentada en la cama de la infancia, con temor a dormir porque, tal vez, en ese lapso la mamá se moriría. Ahora, la preocupación por el papá. Cuando volví al presente me vi en el cuerpo de una adulta y reafirmé que no hay edad para la orfandad.

Al papá le dio un infarto cerebral que le afectó la movilidad del lado izquierdo del cuerpo. Poco a poco los neurólogos fueron explicándonos qué había pasado y cuál sería el pronóstico. Fueron enfáticos en que para la recuperación era urgente la terapia. Esos días en la clínica, entre pitidos de máquinas, horarios de medicina, pasos nocturnos, frío (mucho frío), vimos al papá sonreír y responder con consistencia, pese al diagnóstico de Alzheimer que ya nos acompañaba desde mediados de 2023. Casi un mes después del accidente, el papá muestra signos de mejoría y nosotros signos de alegría y de agotamiento.

Entonces empiezan las lindas casualidades de la vida que le ayudan a uno a comprender lo que está pasando. La primera. Irene Vallejo publicó esta semana en El País una preciosa columna titulada Los huesos de la ternura: “Cuando a mi padre le diagnosticaron cáncer, brotaron mis majestuosas, negras, hinchadas ojeras. El uniforme de quienes cuidan está tejido con la seda de las noches rasgadas y los jirones de sueño. Tal vez por eso simpatizo inmediatamente con la gran familia de los exhaustos, con esos ojos que bostezan desde un periscopio de sombra. Fuimos bebés, seremos viejos, sufriremos enfermedades. Con suerte, habrá en la familia personas generosas dispuestas a atendernos. Pero pagarán un precio…”. Entonces, un abrazo de solidaridad lejano; el pensar que, claro, no somos los únicos ni los primeros, brinda una misteriosa sensación que reconforta, incluso, en medio del agotamiento.

Ahí estamos, en ese modo de vivir que nos exige otras rutinas impulsadas por el amor. Cada día experimentamos preocupación y alegría. Cansancio y esperanza. La mamá pasa de la fragilidad a la fortaleza con una velocidad inimaginable. Vive y se agota como lo hacen los cuidadores. Los demás tenemos claro que, ante esta situación, hay que protegerla a ella, cuidadora principal. Su paciencia y determinación no son escudos. Ella, que lo comprende casi todo, se enfrenta a nuestras salidas impacientes y a su propia ansiedad. Nos habla con calma; sabia, ella es quien nos regresa a cierto estado de calma. Maní, el perro más nervioso de la camada, parece autoproclamarse enfermero jefe y ahora, tranquilo, no desampara al papá; Bambú, el perro más joven y también el más grande, es el cuidador de la mamá. Coco, el mayor, nos vigila a todos y nos dota de abrazos caninos.

El acontecimiento nos reubicó en un escenario en el que la enfermedad y la vejez son protagonistas. Les tememos cuando las vemos en el rostro del papá y de la mamá. Uno los mira a los ojos y se promete lo de siempre: voy a hacer ejercicio, voy a cuidar más la alimentación, seré más paciente con ellos, estaré más presente y menos preocupada, agua, más agua… en fin. Pero, la enfermedad y la vejez sí que saben de promesas incumplidas.

Uno se da cuenta entonces de que, como las promesas, los discursos también se agotan. En estos momentos lo que corresponde es aprender a vivir, así se tenga cuarenta y uno u ochenta. El papá está aprendiendo a caminar; la mamá está aprendiendo a delegar las tareas del cuidado como una manera de autocuidado; los hijos estamos aprendiendo a cuidar de los padres con acciones cotidianas, precisas; sin promesas; haciendo con cariño y respeto lo que corresponde cada día. Aquí, de nuevo, la compañía del amado, de los familiares y amigos ha sido determinante; así como la claridad mental de la terapeuta quien, además de enseñarnos los ejercicios, nos da clases magistrales de cómo funciona el cerebro humano.

Todos estamos reaprendiendo que a la enfermedad y a vejez se les sumará la muerte. Y aquí, la segunda casualidad. En medio del cansancio de estos días, cogí de la biblioteca un librito de la colección de Annie Ernaux: El lugar. Empieza con el momento en que muere su padre: “Se acabó” le dice la madre a la hija. Yo no quiero ser esa hija, aún. Pero tengo mayor consciencia que hace apenas un par de años de la inevitabilidad del final de todos.

Y, para cerrar, la tercera casualidad: en una suma de eventos inexplicables, el amado y yo terminamos en cine, un sábado a las 2:30 p.m., sin nadie más en la sala, viendo una película animada de 2020 que no se estrenó en ese momento por la pandemia. Soul parecía mandada a poner para nuestro momento vital: repleta de música y de preguntas sobre el sentido de la existencia. Terminamos llorando, profundamente conmovidos. Lo que nos amplificó esa película es eso que tan frecuentemente olvidamos: lo que hay entre el nacimiento y la muerte es un continuo de posibilidades para estar atentos; para hacer de los sentidos las herramientas más finas para darnos cuenta de lo que nos rodea y de nuestro lugar en el mundo; para asumir que son las relaciones de cuidado, de afecto, las que nos salvan; aquellas que justifican nuestro tránsito por este planeta. Columna, libro, película. Enfermedad, vejez, muerte. El arte siempre ayudándonos a comprender nuestra propia complejidad: tal vez, en el humilde reconocimiento del amor y de la compañía está el sentido.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

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