Para escuchar leyendo: La rumba de las flores,Jorge Velosa.
En ese noviembre caíamos en el abismo, en ese fondo que los colombianos creemos conocer cada vez que una mala noticia nos golpea a todos. Esa noche el país ardía, y mientras ardía, Belisario habló.
Mientras el Palacio de Justicia se convertía en un campo de batalla, el presidente no gritó. No acusó. No improvisó un enemigo. No se refugió en cifras ni en adjetivos, mucho menos en el humo exasperante de la rabia. Habló con una dignidad antigua, de esas que hoy parecen fantasmas por su desuso. Sereno, firme, herido. Con un dolor que se podía tocar, el mismo que sentía toda la República. Como quien sabe que, en ciertas horas de la historia, no se gobierna: se acompaña. Con una certeza profunda, comparable a aquel verso de Robledo Ortiz, dejando que fuera el corazón quien apagara los incendios del cerebro.
Hay momentos en la vida de las naciones en los que sus líderes deben dejar de ser individuos y encarnar las instituciones y las promesas colectivas de patria, de nación, de futuro. Es entonces cuando florece la majestad del cargo: la responsabilidad, la mesura y la dignidad del poder.
Belisario, para continuar con el ejemplo, se halló frente al abismo de la tragedia nacional y entendió que no debía llenarlo con ruido, ni mucho menos con furia. Comprendió que ese país en ruinas no necesitaba una victoria, sino una voz. Una que no dividiera. Una que reconciliara, que protegiera, que diera sentido y propósito.
En aquella alocución, breve y grave, el presidente eligió la serenidad y la firmeza. Le habló al país como quien se sienta frente a una tumba: con el respeto de lo irreversible. Decidió ofrecerle palabras de aliento a una patria que vivía horas oscuras. Palabras de fe, no de consigna.
Hace apenas unos días, volvimos a enfrentarnos al horror. A la violencia como forma de presión. Al intento de aniquilar liderazgos para sembrar terror.
Frente al atentado contra el senador Miguel Uribe, la majestad de la República fue tan urgente como en las peores horas de nuestra democracia. Porque la majestad presidencial no es un mito: es una necesidad. No se trata de protocolos ni condecoraciones, sino de proteger la institucionalidad, de ofrecerle norte y sentido a un país que tiembla. De generar la certeza de que hay alguien al mando.
La historia, a veces, no exige respuestas, sino un mejor tono. Uno que reconozca el dolor sin apropiárselo. Que sepa callar cuando toque y hablar cuando duela. Que entienda que el poder es lenguaje, y que el silencio bien llevado también construye grandeza. Bien decía Huidobro: el adjetivo, cuando no da vida, mata.
Se puede discrepar de Miguel Uribe. Se puede incluso no soportar su voz, su discurso, sus ideas. Pero cuando le disparan a un político en campaña, la democracia entera se estremece. Y el presidente debería ser el primero en abrigar ese temblor. Aquella noche, Colombia no necesitaba a Gustavo Petro como político: lo necesitaba como presidente.
Los días que han seguido no han aliviado la urgencia, ni reducido la agresividad, ni cerrado las grietas. No solo ha fallado el presidente. Buena parte del liderazgo político ha sido incapaz de dimensionar la gravedad de esta hora. No hemos comprendido que no es momento de tener razón, sino de tener altura. La historia es generosa con quienes supieron perder, con quienes supieron pedir perdón, con quienes supieron hablarle al país entero, no solo a los suyos.
La majestad presidencial urge. Pero también la de los líderes, la de los medios, la de quienes cargan una voz pública. Y, sobre todo, la de aquellos rastreros que han utilizado la tragedia para intentar escalar en las encuestas.
Hoy que la palabra pública se ha vuelto pólvora, convendría recuperar la majestad del tono. No para idealizar el poder, sino para recordarle su sentido: contener, guiar, no dividir. Ser voz, no ruido.
Esta patria triste necesita esperanza en su futuro. Y en medio del temor, la ansiedad y la rabia colectiva, la luz que guíe nuestro mañana debe aparecer con toda la majestad de la República.
No podemos seguir derramando sangre hermana.
Ánimo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-henao-castro/