Hay libros que pueden terminar siendo involuntariamente bonitos. Ando leyendo “¿Por qué cooperamos?” de Michael Tomasello, que revisa la cooperación como un rasgo evolutivo de los seres humanos. Me llamó mucho la atención su explicación para la esclerótica (la “parte blanca” del ojo), que es mucho mayor en los humanos si la comparamos con la de las más de 200 especies de otros primates que suelen tener los ojos opacos. Dice Tomasello que una explicación probable es que los seres humanos adaptamos nuestros ojos para que nos ayudaran a coordinar esfuerzos conjuntos, como la caza y la recolección, en la que la ayuda de otros es fundamental. Una esclerótica grande permite que los demás puedan ver “dónde estamos mirando” y tomar decisiones basadas en esa información. Nuestros ojos son, a diferencia de toda la parentela de primates, transparentes. También, supone que los ojos son mecanismos de apertura a la confianza. Estamos develando información relevante (en ocasiones riesgosa) sobre nosotros a otros de manera unilateral, confiando para poder hacer cosas juntos.

Una belleza.

Pero, además, un recordatorio importante. Llevamos décadas de narrativas del egoísmo, la racionalidad absoluta y la maximización. Intentando evitar ser ilusos o desconocer estas pulsiones en que también se mueven nuestras cabezas y estómagos, la realidad cognitiva y comportamental es que las personas somos esto, pero, sobre todo, cooperativas, altruistas e institucionales. La supervivencia es la necesidad de estabilidad, no solo de supremacía, y hay muchas maneras de conseguirla, pero una que nos ha funcionado tanto que se convirtió en rasgo evolutivo es nuestra disposición a trabajar con otros.

La cooperación es realidad social y experiencia constante. Todos los días vemos esfuerzos pequeños en las personas que se ayudan a mover un mueble pesado o grandes y complejos, como el pago de impuestos para la financiación de obras públicas o el cumplimiento colectivo de medidas de bioseguridad para reducir el riesgo de contagiarnos de una enfermedad viral. Por supuesto, nuestro repertorio evolutivo es “viejo”, en el entendido de que, aunque algunas de estas disposiciones se definieron mientras cultura y biología se retroalimentaban, el ritmo de la primera es absolutamente más rápido que la segunda.

Así, nuestras inclinaciones cooperativas y grupales se ven delimitadas siempre por la cultura y las instituciones. En cabeza del institucionalismo económico, esas reglas de juego pueden promover u obstaculizar nuestros comportamientos, ampliando y reduciendo decisiones y acciones que pueden ser socialmente deseables. La cooperación, el altruismo o la confianza, incluso siendo parte de nosotros, pueden verse lastimadas o impulsadas, por nuestros contextos culturales e institucionales.

Nuestros ojos son entonces recordatorios de la herencia pro social que ganó a pulso nuestra especie mientras sobrevivía la competencia evolutiva usando el poder de la cooperación, pero también, de los profundos retos que le suponen asuntos como la ampliación de los grupos identitarios hasta incluir cientos de millones de miembros y el intercambio constante de impresiones e ideas que permite Internet.

Los ojos, ojalá, seguirán siendo transparentes.

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