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Aterrizar en Medellín y ver ese tapete de invernaderos, fincas y verde que nos saluda desde el piso nunca se había sentido así; escuchar los silbidos de las eses, los chismes susurrados y las llamadas telefónicas ruidosas era una experiencia nueva. Ver los pelos lisos, las pieles canela y los ojos cafés que muchas veces representan nuestro pueblo tampoco se había sentido así; observar cómo sobre el horizonte se alzaba una montaña aún más alta que la anterior, y que en el próximo horizonte otra atrevida se alzaba aún más, era insólito. Siempre todo está cubierto de verdes heterogéneos, peleones, con algunos intrusos de hojas blancas y largas de yarumos; y como ya le he contado, nunca se había sentido igual.
La gratitud de sentirme en casa, hasta ahora, ha sido uno de los sentimientos más potentes que he sentido en la vida. Solo se compara con el agradecimiento de la llegada a casa después de un paseo largo que aterriza en la cotidianidad que extrañábamos. O también me recordó al agradecimiento que he sentido en la vida, cuando se me ha inyectado la convicción de que los sueños sí se cumplen. La diferencia con ellos es que esta gratitud se ha atrevido a permanecer en mí por unas semanas.
Me levanto y veo un río de ladrillos subir por las laderas de una montaña imposible. Me asomo por la ventana y miro hacia el oriente, y veo una cascada de neblina descender como un bautizo al nuevo día que apenas se llama mañana. Oigo los pájaros revolotear en el cielo cuando el sol pinta el cielo de gris. Nunca había visto a Medellín así. Nunca, aunque viví aquí dieciocho años, me había dado cuenta del evento magnifico que se celebra en esta ciudad cuando decide levantarse después de la noche.
Nunca había notado que celebramos los encuentros fortuitos con desconocidos sin perdón. Que saludamos sin cesar a la gente que vive las mismas tierras que nosotros. Que llenamos los silencios con conversaciones vacías, que no dicen nada, pero siempre avisan que aquí estamos. Nunca había agradecido un “Buenas, cómo me le ha ido”, “Muy bien y a usted”, “Muy bien muchas gracias”, “Bueno, hasta luego, que me le vaya muy bien” –nótese los 5 “bienes”–. Nunca había apreciado el hecho que estemos dispuestos a interactuar entre nosotros.
Jamás había observado con tanta convicción que tenemos un privilegio geográfico y natural. Que abundan susurros de la naturaleza en los cientos de quebradas que serpentean bajo las laderas de nuestra ciudad. Que escuchar, aún en nuestra densa urbanidad, los cantos de los grillos cuando cae la noche, es casi como un milagro diario. Que poder escoger la temperatura que sufrimos, subiendo y bajando nuestras montañas, es una escalera natural que pocos en el mundo tienen a la mano.
Quisiera despertarme así de agradecido todos los días. Con las arepas, la dulzura del plátano, el tamaño de los aguacates, con nuestra primavera perpetua, con nuestras familias a la mano. Sé que caemos en la costumbre, que entre los meses se me va a escapar esta gratitud entre lo resbaloso de la cotidianidad. Pero quisiera para siempre recordar la gratitud que regresar a mi hogar me obligó a sentir.
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