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Colombia es un país que, en su identidad más profunda, siempre ha sido rural. Las actitudes, las costumbres, los artefactos culturales de todo el país encuentran raíces en el agro. Ya, desde torres de concreto que se alzan entre las avenidas amplias de los centros urbanos, donde los árboles son planeados y celebrados (por su planeación), a veces este es un hecho invisible, por lo menos para aquellos que leerán esta columna digital, sentados, probablemente, en un edificio alto desde donde es fácil mirar aquellas anchas avenidas y árboles planeados.
En 1961, esta era una realidad mucho más aparente de lo que es hoy. Aún más real. Y fue por eso por lo que en ese año se empezó, montando la ola latinoamericana que sacudieron Arévalo y Jacobo Arbenz, el primer esfuerzo de instalar en nuestro país un campo más equitativo y productivo. Por primera vez, se reconocían desde el Palacio de Nariño dos cosas: las estructuras de tenencia de tierra coloniales habían sobrevivido la independencia y el aparato productivo agrícola en Colombia era pésimo.
Alberto Lleras Camargo y Carlos Lleras Restrepo empezaron una puja imposible que procedía de un esfuerzo iniciado por Alfonso López Pumarejo en la década de los 30s, pero ya con más forma y una ideología más clara para otorgarles a los campesinos terrenos baldíos, inutilizados, por los grandes terratenientes. Esta reforma, clara en forma, cayó y fracasó con la firma del pacto de Chicoral en 1972, donde triunfaron los intereses de los grandes terratenientes frente al fracaso de implementación de aquella reforma del ’61 (complementada con la ley 1ra del ’68). Después de aquel pacto, el campo permaneció casi congelado. La desigualdad subió lentamente, sin algún escándalo. Lo único que se oía sin cesar en los campos en la segunda parte del último siglo no fue el mugido de las vacas, sino las balas de los rifles. No se regó fertilizante, pero se regó sangre. Y no se desplazaron los pivotes de riego, sino los campesinos, huyendo del dolor y de las balas.
Los gobiernos de Gaviria y Uribe trataron de adaptar, sin mucho éxito, un modelo neoliberal para generar la productividad perdida, aunque fuera a costa de la equidad. Tanto el reemplazo del INCORA por el INCODER como la creación de Agro Ingreso Seguro fueron algunos de los programas. En resumen, empeoraron la inequidad en tenencia e hicieron poco para mejorar la productividad.
La guerrilla se tomó nuestro lugar de identidad y desplazó a seis millones de personas. El campo, a pesar de los esfuerzos de aquellos primeros hombres de estado, fue un lugar que albergó dos cosas: sufrimiento y olvido.
No es sorpresa que el primer capítulo del acuerdo de paz de Santos con las FARC buscara redimir aquello que la guerrilla había destruido, lo poco que tenía el campo. Una “Reforma Rural Integral”, la llamaron. Restituiría tierras a aquellos despojados por la violencia, desarrollaría el campo holísticamente, y proveería oportunidades a los proyectos productivos que nacían de estas comunidades.
Lo que está planteado en los acuerdos de paz ha sido lo más cercano a una reforma agraria funcional, presupuestada, que aleja los problemas de la violencia —temporalmente, al menos—. En contraste a los violentos y hasta modernos intentos de López Pumarejo, Lleras Camargo y Lleras Restrepo, es el único programa adaptado a los dolores del pasado y las circunstancias del presente. Pero no se ha cumplido. No se cumplió, por cuatro años, por la ideología retrógrada y uribista del gobierno Duque. Y ahora, la incompetencia del gobierno Petro, y su Ministerio de Agricultura, que a abril había logrado ejecutar un 14% de su presupuesto, una vez más demuestra que como gobernante, su fortaleza cae más en la retórica que en la gestión.
Todas las reformas agrarias tienen por lo menos una de estas dos metas: reducir la inequidad de tenencia de tierras, y/o mejorar la productividad del campo. En Colombia, el índice Gini en tenencia de tierra rural (datos del IGAC), a 88 años de la primera propuesta por el presidente López Pumarejo, ha empeorado. Y, en Colombia, acorde a los datos disponibles sobre la productividad laboral desde 1990, el agro ha sostenido ser un 60% menos productivo que el sector promedio (datos de la OCDE) en Colombia por los últimos treinta años. Hemos fracasado en ambas métricas.
Una reforma agraria que funcione en Colombia existe. Está escrita en el acuerdo de paz, lo creo profundamente. Pero por pataletas ideológicas o por la terrible incapacidad de un gobierno de ejecutar sus políticas, estamos fracasando en sembrar aquellas ideas y políticas en el agro que tanto lo necesita. El tiempo está corriendo, y el acuerdo de paz está por cumplir una década. Cada día será más lejana la realidad de aquello que se previó cuando se escribieron las palabras de la Reforma Rural Integral. Cada día será más difícil traerlas a nuestra realidad presente. En mi opinión, es de urgencia, y ojalá, este gobierno logre acercarnos y redimirnos de 88 años de fracaso en aquel sector que ha construido tanto de lo que significa ser colombiano.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/