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Recorrer los rincones del recuerdo es nostálgicamente doloroso. Volver a los lugares que uno recuerda con afecto es difícil para el apego emocional que tenemos por el pasado. Los lugares cambian, las personas cambian, las relaciones cambian. Todo convulsiona con una lenta pero constante necesidad de cambiar. Yo que he sido un fiel creyente de la importancia y la belleza del cambio, también he sufrido de la enfermedad del recuerdo.
Esto fue lo que sentí cuando regresé a Guayabal, el lugar donde pasé los días más libres y felices de mi niñez. Cada temporada vacacional mi destino era la finca familiar en esta vereda del suroeste antioqueño. Allí, el mítico lugar donde mi abuelo construyó con tesón un legado cafetero y reprodujo en su familia las costumbres del arriero antioqueño, pasé mis vacaciones escolares yendo al río, escalando montañas sin cansancio, recibiendo el abrazador sol de las mañanas y disfrutando la imponente vista al valle del Cartama. Allí fui feliz por lo que hacía, pero también por lo que aprendía: la fuerza y la importancia del trabajo del campo, el valor del silencio y tranquilidad, la riqueza de las historias de los más viejos y el disfrute de lo más simple. El olor de ese lugar es innombrable. Ni se diga su sabor. Era una necesidad volver a sentirlo, era una obligación vivirlo cada año.
Que la grandilocuencia de esta narración no los engañe. Guayabal sólo es una pequeña vereda en un municipio tranquilo y tradicional como lo es Támesis. Pero es un pequeño lugar con una bonita energía desbordante.
Allí también viví lo que para mi era una utopía: un espacio comunitario vibrante, una comunidad alegre y un lugar seguro y capaz de sí mismo. Sin opulencia, con carencias, pero siempre unido. La pequeña escuela era el centro de todo. La escuelita rural era el corazón de la vereda: un espacio abierto a la comunidad, una cancha polideportiva dispuesta para quien la necesitara y un lugar para el encuentro comunitario. La escuelita era iglesia, centro de eventos, lugar de reuniones, lugar de fogatas y chocolatadas, de fiestas y eventos deportivos. También era escuela.
El tejido comunitario de Guayabal, marcado siempre por liderazgos activos y asertivos, buscaban constantemente mejorar la escuela. Participaron en concursos, gestionaban recursos, vendían rifas, hacían torneos deportivos, pintaban ellos mismos las paredes y señalizaban la cancha. Ese espacio era suyo y era para todos, incluso para que, foráneos como yo, la disfrutáramos.
Hoy la escuela está mejor que nunca. La historia de una comunidad activa fue la clave para que la inversión pública y privada le pusiera la mano. La remodelaron por completo: le cambiaron el techo, compraron mobiliario, restauraron y enmallaron la cancha. La dejaron como nueva. También la cercaron. La rectoría del colegio corregimental puso estrictas normas para su uso: establecieron protocolos, instalaron candados e impusieron su propia visión de lo que sería un lugar pulcro y bonito. También cortaron la agencia que la comunidad tenía sobre ella. La institucionalidad llegó para encerrar a la escuelita y convertirla en lo que “debería ser”: una escuela, una que funciona en horarios escolares y que le sirve a esa institucionalidad y no a la comunidad.
Esta es la historia de decenas de colegios y escuelas de Medellín. Las escuelas y las iglesias eran los hitos fundantes de los barrios que se urbanizaban con el trabajo de la gente. Eran los espacios de encuentro y también de la vida comunitaria. El rector y el cura eran los personajes más relevantes de las comunidades, todo giraba alrededor de la fe y de la esperanza de que los niños, niñas y adolescentes estudiaran y construyeran un futuro gracias a la educación. La tecnocracia nunca entendió ese valor y llegó a imponerse. Hoy los colegios de Medellín son meros depositarios de estudiantes aislados de la vida comunitaria. Ese lazo se perdió y las comunidades se desintegraron.
No digo que ese modelo era el mejor. No creo, mucho menos, que debamos volver a él; pero ahí había una chispa que fue desaprovechada y que hoy generó un problema que las políticas públicas intenta, fracasadamente, retomar: crear comunidades educativas activas alrededor de las escuelas y de la educación misma. La escuela como corazón de una comunidad.
Hoy veo, con palpable nostalgia, que está pasando lo mismo en Guayabal. Se acabaron las noches de fogata y la apropiación de una comunidad por su centro de integración. Veo, sin embargo, que la comunidad hoy unida, está resistiéndose a eso y está valorando mucho su bonita escuela pero reclamando su lugar en ella. Confío en ellos. Espero volver pronto y escribir nuevos recuerdos en ese lugar que me dio tantos otros felices.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mateo-grisales/