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Normalizar la ansiedad

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Si escribiera desde el alma en todas las ocasiones el resultado sería la total y oscura aburrición del lector. A quién le importa lo que me ocurra en la universidad. Si mucho a los pocos lectores que me leen en la cátedra. Aquellas mismas dos personas que a veces me contestan, a veces me conversan y otras veces simplemente me dicen que les gustó lo que escribí. En esta última es cuando sé que no les ha gustado. En todo caso, ellos se interesan por su familiaridad con lo que me sucede a mí. Nuestra cotidianidad abrumadora. Ese día a día tan gris, tan redundante, que termina por destrozar cualquier rasgo de creatividad.

Hablando de la universidad, pienso que si a nuestros profesores les hubieran dado un poco más de amor o que si algunos de ellos hubieran ido a terapia de pequeños, quizás no serían tan egocéntricos y estúpidamente estrictos. Siento que lo único que quieren es saciar su sed de gloria demostrándonos que se saben artículos, jurisprudencia y nombres de autores de memoria. Pero también buscan alimentarse con nuestro miedo, hacernos sentir inferiores, pues al parecer es su oportunidad perfecta para sentirse grandes. Ojo, no son todos los profesores. Hay algunos que entienden que el estudiante es un simple güevón al que no tienen por qué humillar más de lo que lo hace la forma en la que está organizado el salón de clase. Pero aquellos que imponen y hacen de la “libertad de cátedra” un derecho absoluto, me asustan. No tanto por las notas, sino por lo que nos enseñan.

Nos enseñan a ser más doctores que personas. Lo digo con certeza porque yo caí en esa trampa. Era un niño tímido que se le dificultaba hablar con las niñas a los 12 años, mientras que los compañeros de clase ya tenían novias y salían los viernes a fiestas y planes que, poco a poco, empezaron a involucrar alcohol. Yo solo había probado el vino de iglesia en la primera comunión. Además, a falta de ojos claros, pelo rubio y alta estatura como era típico en mi familia, me sentía una especie de bicho raro o monstruo al cuál nadie se atrevería a querer. Cada día optaba por mirarme detalladamente al espejo para comprobar si sí era “lindo” o no. Todavía no lo sé, pero me importa un poquito menos.

El caso es que frente a esa dificultad para socializar y con cientos de inseguridades más, empecé a enloquecer. Pero fue en esa época en la que ingresé a clubes “académicos”. Allí me sentí cómodo y, por fin, reconocido. Gracias a discursos, oratorias y escritos encontré a mis mejores amigos e incluso a mi primera novia. Había encontrado lo mío: el mundo académico. Por fin sobresalía en algo que era valorado por los demás (incluyendo compañeros de clase y familia). Mi vida cobraba sentido.

Al ingresar a la universidad estaba dispuesto a comerme el mundo; seguro de mis capacidades y con un ego inmenso porque ¿qué más tenía? Nada. Allí intenté continuar más o menos con la misma dinámica. Me inscribí en clubes académicos y aceptaba todo tipo de ofertas extracurriculares. Yo era lo que hacía y no podía ser solo Martín que estudia derecho (como si ya de por sí treinta y seis horas de clase a la semana no fuera suficientes; sin contar las lecturas y tareas).

Pero esa dinámica terminó por agobiarme y anularme. Tuve gastritis durante un mes a mis dieciséis años, fruto del estrés; intensos dolores de cabeza y tristezas profundas como resultado de derrotas académicas. Perder era perderme, pues yo era mis diplomas, trofeos y reconocimientos. En la universidad comencé a sentir que mi corazón palpitaba a toda marcha, mis manos temblaban, me costaba respirar, mi visión se nublaba y me sentía mareado. Algo iba mal, pero no me atrevía a detenerme.

Después de analizar por qué no era capaz de parar encontré dos razones. La primera es que mi identidad se basaba en la academia, es decir, si bajaba el ritmo, dejaría de sentir que tenía un lugar en este planeta y créanme que ese sentimiento te destruye. Eso es lo que te impide detenerte y lo que, quizás, muchos profes también deben sentir. No es simplemente dejar de hacer las cosas y descansar, es desprenderte de lo que te define y te otorga un lugar.  

Para enfrentar esto decidí ir a terapia. Aunque no ha sido fácil, he aprendido a encontrarme en otros grupos. He aprendido, a las malas, a decir que no sin sentir que voy a dejar de existir. Descubrí que mi familia me puede amar tan solo por respirar. Encontré amigos que me recuerdan que puedo ser auténtico sin tener que ponerme a estudiar. Entendí que prefiero equivocarme a pretender sabérmelas todas. Sigo aprendiendo a ignorar la presión social que me lleva a explotar. Pero hay varias personas que, a diferencia de mi proceso, siguen viendo en los reconocimientos y proyectos una identidad. Esas personas, fácilmente, hoy son profes o lo serán.

De ahí la segunda razón, y es que desde la universidad nos dan a entender que la vida es estudiar y trabajar. Todos mis profesores habían pasado por esto, o al menos eso nos decían. ¿Para qué voy a enfrentar mi ansiedad si, al parecer, es una especie de peaje al “éxito profesional”? Por eso me da miedo lo que nos enseñan, pues me hacen olvidar la importancia de la salud mental. Al normalizar la ansiedad desatan una especie de inquisición cotidiana que los mismos estudiantes terminamos replicando. La vida universitaria se convierte en un campo minado donde cualquier conversación explota tu ansiedad y la terapia no termina siendo suficiente.

Para ejemplificar esas enseñanzas, comentarios como estos se pueden escuchar en conversaciones con estudiantes: “¿qué más estás haciendo, Martín?”. “Ah pero no es mucho; tienes tiempo”. “O sea que tienes tres cosas aparte de la U, ¿y qué más?”. “Relax que estamos igual de graves; yo estoy trabajando para una profesora, escribiendo un artículo y también estoy apoyando a preparar un evento”. “Martín, ¿por qué no ha vuelto a clase?”. “Se tiene que ajuiciar más”. “¿Cuánto sacaste en el parcial?”. “Uy, de ti esperaba más”. “¿Por qué no ha vuelto a escribir nada?”. Juepucha, ¿cómo bajar el ritmo si nos acostumbran a pensar que está bien colapsar y continuar?

Por eso es importante que aquellos que los profes y aquellos que disfruten la academia conozcan sus límites. Vayan a terapia y valoren otros espacios que también son importantes en sus vidas. Si no se detienen, seguirán replicando el círculo ansioso que cada día es más grande. Además, seguirán buscando grandeza a costa del ego y artículos que, en poco tiempo, todo el mundo olvidará. Como esta columna que intenté escribir con el alma, pero seguro pocos llegaron al final.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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