En Colombia, la creencia de que todos los políticos son malos refleja una frustración colectiva, pero también reduce un problema complejo a un juicio simplista. Esta percepción desconoce nuestra responsabilidad como votantes al elegir líderes corruptos y minimiza el esfuerzo de quienes intentan servir al país con honestidad.
Como ciudadanos, contribuimos a la corrupción, el clientelismo y la ineficiencia cuando votamos movidos por emociones o intereses personales, tolerando conductas cuestionables que fortalecen a figuras poco confiables o sin trayectoria sólida, fácilmente manipulables por quienes ya concentran el poder. Nuestra participación suele limitarse al voto cada ciertos años, mientras ignoramos mecanismos de control y vigilancia que nos permitirían exigir resultados. Esa pasividad, unida a la falta de respaldo a candidatos honestos, perpetúa un ciclo en el que las estructuras corruptas se consolidan. Al confiar en partidos tradicionales o en figuras carismáticas, en lugar de informarnos sobre personas realmente comprometidas con el bien común, eludimos nuestra responsabilidad y terminamos reforzando el problema.
Sin embargo, no todos los políticos son corruptos. Existen quienes quieren ser servidores públicos con la intención de servir. Que quieren emprender proyectos alrededor del bien común, que rechazan el robo, que priorizan el interés colectivo y buscan llegar al poder por vías éticas, sin depender de clanes ni maquinarias. Pero su lucha es cuesta arriba: enfrentan un sistema diseñado para favorecer a los deshonestos, que les impone obstáculos constantes y hace la contienda profundamente desigual.
Estos políticos honestos trabajan en entornos donde el clientelismo, la compra de votos, la corrupción administrativa y el tráfico de influencias son prácticas arraigadas. Resistirse a esas dinámicas significa quedarse sin apoyos, sin financiación y sin redes políticas. Sus campañas, modestas y limitadas, deben competir contra adversarios respaldados por presupuestos abultados provenientes de dineros dudosos, lo que reduce drásticamente su visibilidad y alcance. A esto se suma que no hacen promesas vacías: los corruptos conquistan electores ofreciendo soluciones inmediatas e irreales, mientras los honestos se limitan a proponer transformaciones graduales y responsables, conscientes de que cambiar estructuras toma tiempo. Esa diferencia, en un país fatigado por la corrupción y acostumbrado a la política populista, se convierte en una desventaja: quienes dicen la verdad resultan poco atractivos frente a quienes venden ilusiones.
Además, corren riesgos de seguridad: amenazas, difamaciones, ataques en redes sociales y peligros reales contra su vida y la de sus familias, muchas veces como consecuencia de opiniones críticas o de señalar a quienes actúan de manera indebida, en un contexto donde los intereses ilícitos atraviesan la política. En el escenario institucional, su honestidad los aísla: colegas que prefieren la “política de favores” los consideran un estorbo, marginándolos en votaciones o bloqueando sus proyectos.
Este panorama afecta no solo lo profesional. Las dificultades económicas, el tiempo absorbente de la política, la frustración y los fracasos del sistema, la vulnerabilidad emocional y las presiones constantes complican sostener la estabilidad personal y familiar, convirtiendo la vida de quienes se atreven a actuar con integridad en un sacrificio permanente.
Afirmar que todos los políticos son malos es, en realidad, una excusa para evadir nuestra propia responsabilidad y permitir que los corruptos prosperen. El sistema está diseñado para favorecer a los deshonestos, pero los ciudadanos, con interés y conciencia, tenemos la capacidad de cambiarlo al apoyar a los honestos. Ese apoyo no se limita al voto: exige informarnos sobre sus trayectorias, difundir sus propuestas en nuestras redes y comunidades, participar en sus campañas con tiempo o recursos, y ejercer un control ciudadano constante para vigilar la gestión. Los políticos honestos existen, y su esfuerzo en medio de tantas dificultades merece reconocimiento y respaldo decidido. Transformar la política colombiana depende enteramente de nosotros. Asumir esa misión significa darles a los buenos la confianza, el espacio y el poder que se merecen.
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