No se le puede llamar justicia

Los recuerdos de la infancia se refunden mentirosos y escasos en la memoria, casi todos los terminamos olvidando. Ese 2 de julio tenía yo 5 años, pocos son los recuerdos que tengo de entonces, casi todos borrosos y que vuelven cada tanto con las muletas que les ponen los que ya eran adultos o por lo menos, los grandecitos. Pero ese día lo recuerdo con una lucidez sorprendente, lo recuerdo con tal impresión que lo cuento de forma anecdótica. Los personajes protagonistas y antagonistas de esos años les puse nombre y rostro con el tiempo. Ese día fue solo una historia de héroes y villanos, una en la que los buenos le ganaron a los malos, una real, no de cuento. Recuerdo a mis papás y mis tías extasiados, abrazándose, felices, recuerdo los pitos en la calle, las banderas, las camisetas de la selección. Yo estaba aturdido, no entendía mucho qué pasaba, mi mamá me dijo: “los soldados rescataron a los secuestrados sin disparar una sola bala”. Sonaba una proeza. Fue la primera vez que escuché hablar de la barbarie del secuestro.

Eran los días del presidente Álvaro Uribe y la guerra que en los noventa y principios del dos mil parecía perdida, en que varias estructuras de las FARC rodeaban Bogotá, en que secuestraban a luz del día, que dinamitaban pueblos y sus cabecillas andaban arrogantes en sus lujosas camionetas por el llano, habían quedado atrás. Los golpes estratégicos al secretariado no daban tregua, los ataques de los Kfir y los Black Hawk se convirtieron en la pesadilla de las FARC, el Estado estaba ganando la guerra y recuperando el territorio.

Los años le darían la razón a Uribe, sin la firmeza de esos años, sin la derrota militar incontrovertible no hubiese sido posible la paz. Viéndolo en retrospectiva tengo una apreciación contradictoria de ese proceso. Lejos de la emoción adolescente con que lo acompañé, hoy entiendo que detrás del NO había también razones comprensibles, ciertas, necesarias. No por ello creo que no haya sido necesario, lo era, pero muchas cosas salieron mal, desde el diseño hasta la implementación. Las responsabilidades las atribuimos después, todos las tienen.

Esta semana salió la primera sentencia contra el secretariado, por el caso de secuestro, creo que muchos quedamos con una frustración tremenda, apenas 8 años para los responsables. Después de la desaparición forzada, el secuestro me parece el más aberrante de los crímenes cometidos en el conflicto. Durante años miles de colombianos fueron privados de la libertad en las selvas de Colombia, recluidos en algo cercano a campos de concentración. Atados de pies y cuello a cadenas pesadas que les hacían úlceras, encerrados entre alambrados de púas, con carceleros miserables que los insultaban, los maltrataban, a las mujeres las acosaban, les escupían en los platos de lentejas putrefactas con gusanos que fueron su dieta habitual en años de reclusión. Los soldados tomados como canjeables, los comerciantes y finqueros que quedaron en la ruina pagando secuestros, los tantos que salieron y no volvieron porque los pararon en carretera y los hicieron caminar monte adentro a pudrirse entre la humedad y los mosquitos.

Es un acto de fe encontrar justicia en esa condena pírrica y tardía de 8 años de condena, más bien simbólica y veremos si efectiva. A cambio de “verdad” quienes cometieron ese acto de suma crueldad de truncar vidas y romper familias quedan redimidos. Pienso en el coronel Mendieta, en Andrés Felipe, el niño que murió de cáncer rogándole a las FARC que le permitieran despedirse de su papá, en Gilberto Echeverri, en Guillermo Gaviria, en los policías que perdieron su juventud entre esas prisiones inhumanas, y en los más de 21.000 colombianos secuestrados por las FARC.

El secuestro no fue un exceso. Fue una decisión consciente, sostenida durante décadas como política de guerra y mecanismo de financiación. Fue la maquinaria de dolor que más quebró a este país: la práctica que humilló a los soldados, que desangró a los empresarios, que condenó al miedo a miles de familias y que convirtió la selva en un gran campo de concentración. No hay reparación que pueda devolverle la vida a los que murieron encadenados, ni devolver los abrazos perdidos, ni devolver los años robados a quienes sobrevivieron.

Por eso resulta insultante que semejante atrocidad se pague con una pena simbólica de apenas ocho años. Esa sanción no alcanza a reflejar el horror vivido, ni la magnitud del crimen, ni el sufrimiento acumulado. Es como si se pretendiera cerrar en falso una de las heridas más profunda del conflicto. 

Y hoy, cuando quienes orquestaron esa política aparecen como arrepentidos, con discursos de perdón y de reconciliación, uno no puede dejar de pensar que la justicia se quedó corta, demasiado corta. Que mientras los victimarios escriben su versión de la historia, las víctimas siguen cargando con la suya en silencio. Quienes encadenaron a miles nunca sentirán ni de cerca la angustia de perder la libertad. Y eso que aunque las condenas, precariamente les restringen la movilidad, ahí seguirán los suyos sabiendo dónde y cómo están, pudiéndolos atender, abrazar, tienen permitido todo aquello que cruelmente a otros negaron y arrebataron. Hoy el secuestro sigue siendo una realidad tangible. Abrazo y solidaridad a las víctimas. Ni perdón, ni olvido a los victimarios. 

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/

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