No hay almuerzo gratis

Al gobierno de Petro ya le importa poco si la reforma laboral se hunde en el Congreso. A estas alturas, su prioridad no es el debate legislativo, sino la narrativa en las calles. En los últimos días, ha quedado claro que su apuesta es que la reforma resuene más en la opinión pública que en el Capitolio, dejando como villanos a los congresistas que la frenaron y reforzando la idea de que las instituciones están en contra del “pueblo”. 

El problema con esta estrategia es que, más allá de la retórica, muy pocos entienden realmente qué propone la reforma. Hay tantas opiniones como personas sobre este gobierno y sus políticas, pero en la práctica, la mayoría de la gente no tiene idea de qué dice el texto. El debate se reduce a titulares, frases sueltas y una guerra de percepciones donde lo importante es el relato, no el contenido. No es casualidad: las reformas en Colombia –y no solo las de Petro– terminan definiéndose más por su tratamiento mediático y el discurso político, que por el análisis técnico. La falta de conocimiento sobre las fuentes primarias no es solo negligencia, también es una consecuencia de lo enrevesado que resulta para la mayoría entender estos documentos.

Pero si de desconocimiento hablamos, el mayor olvido de la reforma es el 55% de la población que no tiene un empleo formal. Las medidas planteadas son atractivas para el trabajador que ya está en la formalidad, pero ignoran completamente a quienes viven en la economía informal. No hay un solo mecanismo serio en el texto que incentive la formalización; al contrario, lo que se hace es encarecer aún más el costo de emplear, lo que hace predecible el resultado: más informalidad, no menos. 

El discurso de la reforma está lleno de buenas intenciones: trabajo digno, reducción de brechas, disminución de horas laborales, estándares de empleo decente. Y aunque sobre el papel todo suena correcto desde una perspectiva de derechos humanos y capital humano, el problema es que desconoce la realidad económica de Colombia. No solo la del trabajador que madruga más que en cualquier otro país, sino la del emprendedor que lucha cada día contra un entorno hostil donde las oportunidades de crecimiento real son mínimas.

La reforma propone normas, pero olvida los incentivos. Olvida que el 99% del tejido empresarial colombiano está conformado por micro y pequeñas empresas, donde trabajan desde emprendedores hasta personas con negocios de subsistencia. Para ellos, la formalización no es una cuestión de voluntad, sino de supervivencia. Si el costo de emplear ya es prohibitivo, ¿qué pasa cuando se encarece aún más? La respuesta es simple: menos empleo formal, más informalidad, más precariedad.

Colombia no es un país donde las empresas naden en márgenes de ganancia elevados. Muchos negocios apenas logran mantenerse a flote. Para los emprendedores, pagar nómina no es una cuestión ideológica, sino matemática. La realidad es que en Colombia es carísimo emplear y, aunque muchos quisieran hacerlo, los números no cuadran. Con una reforma que sube aún más los costos, los efectos serán los esperados: despidos, menos contrataciones, más trabajadores en la informalidad y menos dinamismo en el mercado laboral. 

El problema de fondo no es el concepto de la reforma, sino el modelo económico en el que se pretende implementar. La propuesta de Petro parte de la idea de que el Estado puede garantizar condiciones dignas para todos, pero ignora que es un Estado sin plata, endeudado y sin capacidad real de financiar el bienestar que promete. Se puede prometer “vivir sabroso”, pero sin un plan estructurado, sin una estrategia económica seria, sin un gabinete estable, y con decisiones improvisadas cada tres meses, no hay manera de hacer cambios de fondo. Cuatro años ya son poco para transformar un sector, pero si cada tres meses se cambia de ministro, es imposible construir algo sostenible.

En el papel, la reforma es atractiva. Suena bonito reducir horas laborales, mejorar contratos y garantizar estabilidad. Pero las leyes no sirven si nadie puede cumplirlas. De nada sirve reducir la jornada laboral si no hay empresas para contratar. De nada sirve mejorar los contratos si el país no genera ingresos. En un país donde la mayoría trabaja para sobrevivir y apenas le alcanza para cubrir sus gastos básicos, ¿de qué sirve hablar de estabilidad si lo que se está asegurando es el desempleo?

Al final del día, no hay almuerzo gratis. Y en un Estado sin presupuesto, endeudado y sin capacidad real de apoyar a los más vulnerables –aun cuando enfrentamos crisis urgentes como la pobreza extrema, el hambre infantil o el desplazamiento forzado–, pretender que alguien más lo pague es una ilusión. Si la carga recae sobre quienes ya luchan por sostenerse, el desenlace es inevitable.

Los políticos –quienes se suponen gobernantes– insisten en que la comida aparece por arte de magia, en que la sociedad siempre aguanta, en que el pueblo puede con todo, incluso cuando desde el gobierno las decisiones carecen de estructura y visión a largo plazo. Pero la realidad económica no funciona con discursos: cuando el costo de producir es demasiado alto, simplemente no hay almuerzo para nadie.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/carolina-arrieta/

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