“Nadie nos advierte, pero el infierno vive en nosotros bajo la forma de la indiferencia”
Leila Guerriero
Soltar. Consejo de una amiga, de buena voluntad. Mensaje repetido en redes con imperativos que apabullan: ¡Suelta!, ¡quiérete! Lo que antecede al consejo es la incertidumbre generada por el silencio de aquel. El que decidió callar y envolver todo en una neblina que angustia. Aquel, frente a quien uno se siente incapaz de preguntarle algo porque no somos nada, pero de quien duele la ausencia. No se alcanza a construir el nosotros. Y en este punto, muchos hemos sido aquel.
Cuando aquel decide no hablar y escabullirse sin ser atisbado, deja vacío y desasosiego. Entonces, soltar no es posibilidad para quien queda parado en el borde del abismo. Se suelta lo que se tiene agarrado. Pero, la existencia no se agarra. Uno no es poseedor de aquel a quien pretende soltar. Él se va, en silencio, así lo decide. Ningún intento por detenerlo es suficiente. Y, si aquel ya se fue ¿qué va a soltar uno? El eufemismo explota. El silencio del que ya se fue queda instalado en uno como un agujero que se ubica atrás del esternón y que, a veces incluso, dificulta la respiración. Mientras tanto, la ingenuidad intenta convencernos de que con decir “suelto” quedamos curados del dolor.
Quedan las preguntas, la necesidad de llenar el vacío. Entonces aparecen las suposiciones, una espuma que se aloja en ese agujero, pero que en segundos se desvanece dejando el mismo hueco, ahora con bordes relucientes.
La indiferencia de aquel que se fue encuentra alimento en nuestros complejos y las taras de la crianza la hidratan: asumimos que aquel se fue en silencio por culpa de nuestros pensamientos, palabras, obras y omisiones.
¿Y si lo que habría que hacer es lo contrario? No soltar. O, por lo menos, no tan pronto, porque soltar no se decreta. Cuando de una relación se trata, estamos hablando de dos universos enormes que confluyen. Coincidencia de tiempo y espacio. Dos seres que se exponen con sus potencias y sus miserias, y valdría, por lo menos, frenar en ese instante en el que la tentación es “eliminar” al otro.
Si nos disponemos a construir y a reconfigurar las relaciones, podríamos, por lo menos, ser conscientes de que aquel que decidió habitar en el silencio también tiene temores y que, en últimas, la angustia frente al posible rechazo la sentimos todos. Todos necesitamos reconocimiento, y si pausamos el afán de soltar para ampliar el horizonte de comprensión y, por qué no, de compasión, podríamos gestar otros tipos de relacionamientos honestos y solidarios.
Entonces, asumir las responsabilidades individuales y aceptar con humildad que las relaciones no se hacen a la horma de uno, sino que se construyen con el otro sin medidas ni instrucciones. Comprender que las expectativas propias no tienen por qué ser llenadas por otros, pero que sí pueden ser expuestas para acordar cuáles de esas se comparten. Explicitar las esperanzas y los temores.
No se trata, en ningún momento, de preservar relaciones de acoso o abuso. En esos casos correr, gritar, huir, denunciar son la salida. Esta es más una invitación a no anularnos en el silencio. A resistir ante las lógicas de un sistema egoísta y perverso que promueve el uso y el desecho de todo, de todos. Las relaciones humanas, tan complejas, tienen también la potencia de reconstruirse, a veces desde el dolor, a veces desde el perdón, a veces desde la duda.
Antes de soltar nos queda la palabra y con ella la posibilidad de expresar (con un poco de temor, tal vez, o con un tanto de entereza, otras veces) nuestros sentimientos y anhelos. La palabra, dicha con consideración, sin recurrir al cinismo ni a la condescendencia. La palabra nos permite asumirnos como humanos y nos ayuda a hacernos un lugar en el mundo. Si después de hablarnos, de mirarnos, de acogernos no hay más posibilidades, podremos soltar y oír el susurro de María Mercedes Carranza:
“Dos cuerpos tienen su muerte
el uno frente al otro.
Basta el silencio”