Pido perdón público y por escrito. Lo pido en nombre de muchos y en el propio. Perdón a los alumnos que hemos obligado a escribir y a leer. A cada estudiante al que le hicimos creer que la ausencia de tildes o comas era motivo para desestimar su sentir. A todos aquellos a los que les pedimos leer tal autor porque está en tendencia, o al último que ganó el Premio Nobel. Perdón a aquellos niños que debieron leer el Lazarillo de Tormes o el Cantar del Mío Cid con la obligación de hacer un resumen bibliográfico. Perdón, porque lo obligatorio no seduce.
Nos equivocamos cuando confundimos estudiar con aprender. Cuando no valoramos el proceso individual y nos enfocamos en la técnica sobre la intención. Somos, en el aula de clase, los responsables de frustrar posibilidades creativas. Ya sabemos que el sistema educativo es perverso y anacrónico, diseñado sobre todo para producir seres competitivos y no para acompañar el crecimiento de humanos competentes. Ya conocemos lo ineficaz de calificar de cero a cinco perdiendo de vista las circunstancias y el contexto. Repetimos que así no es posible un proceso honesto de aprendizaje. Sí, ya lo sabemos, y esa estructura no va a cambiar en el mediano plazo. ¿Qué nos queda, entonces?
Esforzarnos con humildad por hacer de la clase un lugar de expresión. Allí, donde se permita ser vulnerable y aprender del error. Un espacio para acompañar el proceso de formación de cada uno desde las propias habilidades; donde encontremos -todos- en la escritura y en la lectura las anclas necesarias para afirmarnos en el mundo. Mostrarles opciones desde sus intereses porque en la búsqueda de identificarnos con otros, nos encontramos a nosotros mismos.
La lectura es ritmo. Hay libros que nos conmueven tanto que parece que se acompasan con el corazón. Nos generan emociones, incluso, que no habíamos experimentado en nuestra propia corporalidad. La escritura es método. Es lentitud. Es exponernos desde los rincones más frágiles sin renunciar a la posibilidad de reversar, de cambiar de opinión. Leer y escribir le dan precisión al pensamiento y forma a las emociones. Son experiencias que abren posibilidades y nos emancipan.
Escribir y leer amplían nuestros horizontes de sensibilidad y refinan nuestra razón. Dice Antoine Compagnon que la literatura “resiste a la estupidez, no con la violencia, sino de manera sutil y obstinada”. Así que, si compartimos con los estudiantes la sensibilidad de tales experiencias estaríamos, con ellos, atravesando el conocimiento que como especie construimos para que cada uno tome lo necesario y se haga su propio lugar en el mundo. Son opciones profundas y placenteras que nos ubican en la diversidad de la existencia de otros y en nuestra propia complejidad.