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Eterno resplandor de una pantalla sin doliente

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Creo no equivocarme al decir que cualquiera que lea estas líneas afirmará que entre la televisión pública y la privada, defiende y prefiere la primera. En el cauce de argumentos será normal que aparezcan palabras como folclor, patrimonio e identidad. En las orillas de las tesis será natural que avistemos otras como sociedad, ciudadano y cultura. En el océano dialéctico la bien intencionada virtud de la transformación social desde la comunicación pública no tendrá reparos.

En general, nuestra consideración de lo bueno, lo apropiado y lo correcto está convenientemente ajustado a un renglón más moral que ético, jurídico o político, y si se trata de la televisión pública, la inmensa mayoría replicará con pompa y propiedad que ella es útil y necesaria, aunque ni la use ni la requiera, es decir, aunque no la consuma.

Haga usted mismo el ejercicio de preguntarse ¿cuál fue el último contenido que vi en un canal público televisivo? y luego atienda con transparencia la razón por la cual lo hizo. Aclaro para no oscurecer más, que soy un defensor de la configuración del sentido de lo público televisivo, que he sido, creativo, productor y realizador en muchos de estos canales y por eso quiero elevar un llamado de atención a ciertos círculos de la sociedad que la defienden, pero que nunca cuestionan si los criterios de medición de su calidad y su pertinencia son los adecuados, simplemente porque han dejado de ser televidentes cuando hablan de ella; un televidente es el que ve televisión y puede hablar de lo que ve cuando le gusta y le satisface.

Lo maravilloso de la televisión es que nos produce placer en sus relatos, fomenta la curiosidad y detona el asombro. Muchos canales educativos (algunos como el Canal Zoom persisten en su terquedad) han hecho mal la tarea al avistar el televidente como un ser sin competencias y destrezas al que hay que encausar. Y por increíble que parezca, la distinción entre televidente inteligente y televidente bruto fue aplaudida por muchos años. Segregación llana y pura.

Obviamente, hay y habrá historias y personajes, narrados y por narrar, de una pertinencia sin discusión; la televisión pública es vital porque sigue siendo una ventana para asomarnos a eso que no le interesa a la otra televisión. Pero, ¿se ha preguntado por qué cuando sintoniza cualquiera de los canales públicos sus relatos parecen detenidos en una era y sus paisajes y personajes parecen repetidos una y mil veces?

Ahora dispongamos el tiempo, alejados del discurso, los suspiros y las onomatopeyas, para responder a la pregunta sobre ¿cuál fue la última serie, en cualquier género o formato que consumí en cualquiera de las plataformas de streaming? No faltará, me anticipo, quien me juzgue de mezclar peras con manzanas, pero la verdad es que esas peras y esas manzanas están ahí desde que digitalizamos el audiovisual. Gústenos o no, en el rigor ilustrado de Ricoeur, el apocalipsis acelerado de Byung-Chul Han, el manifiesto moral de Popper o las mutaciones de Baricco, pocas pistas se encuentran sobre lo que vemos los humanos cuando no nos ven, es decir, cuando asistimos al altar fulgurante que hoy la red Internet aterciopela para permitirnos en la intimidad huir de los horarios: veo lo que quiero cuando y como yo quiera. En esa nueva oferta nos enfrentamos a un inconveniente mayor.

La revisión etimológica de la palabra tele-visión nos indica que su rasgo sigue cumpliendo con la función que históricamente se le asignó; aunque en la actualidad muchos separen el fenómeno cultural del dispositivo, el modo y el mecanismo de consumir imágenes a distancia es en esencia la misma cosa. Mi concepto, personal y por lo tanto arbitrario, es que todo contenido audiovisual que fluye en cualquier celda fotolumínica de cualquier tamaño, es televisión. ¿Y lo público? Bien, lo que hasta aquí he dispuesto es que el sentido de lo público, al hablar de la televisión, pasa por lo íntimo y lo privado.

Tristemente lo público televisivo nos ocupa en foros, congresos, seminarios, encuentros, debates y cátedras, pero no nos ocupa en la conversación coloquial sobre el relato que nos convoca de forma espontánea y genuina para hablar de él. Es importante comprenderlo de este modo porque casi sin pensarlo hemos dejado que lo publicado se disfrace de público. Todo dependerá siempre de las expectativas y por supuesto de los horizontes culturales individuales, pero la verdad, aquello de público y privado en televisión solo ha servido para nutrir discusiones sin mayor alcance. Así como el cable y el satélite han puesto a correr manifiestos sobre lo que tuvo que revisar la televisión pública, el streaming es hoy el modelo que encarna el más duro reto de la televisión de interés público, social, educativo y cultural, como la bautizó la añeja y revisada Ley 182 de 1995.

Claro que hemos tenido hitos dignos en la televisión pública, series y personajes que nos han hecho hablar, como el celebrado “Los puros criollos” de Señal Colombia, transmisiones y especiales como el M24 de Telemedellín, formatos históricos que entienden y dimensionan al televidente como Serenata de Teleantioquia, pero, en general, la televisión pública acusa de dolientes para pensarse y reflexionarse de cara al futuro. Hace apenas unos días leí en un portal de noticias una columna que se rotulaba como “Opinión independiente” sobre la televisión pública soñada, escrita por Deninson Mendoza, el mismo que días atrás renunció a la gerencia de Telemedellín para aspirar a “otro” cargo público, uno con más lustro y poder como el de Alcalde.  

No es sorprendente la secuencia de los hechos, otro funcionario multipropósito más en la larga fila de los que trabajan aquí y allá, con este y con aquel, en esta secretaría o en esta otra dependencia haciendo su oficio de ser la cuota de otro político. Si vamos a seguir defendiendo o acusando a la televisión pública debemos hacerlo siendo consecuentes en revisar sus modelos de gestión, esos que la llevaron de tiempo atrás a ser altavoz administrativo con censuras ideológicas obvias y algunas solapadamente negadas. No es, ni ha sido, ni será, el primer gerente que diga o insinué “Este canal es del Alcalde” o “Este es el canal del Gobernador”.

Mucho antes de la hoy sombría gestión de Daniel Quintero, otros han convertido esta televisión en una costosa valla institucional, aprovechando que la discusión y el debate sobre lo público televisivo solo se da en círculos reducidos de la academia. Ha habido y habrá muchas cosas buenas por ver y decir desde esa televisión pública; siempre será una lástima que sean casos aislados y excepcionales, porque producir contenidos subsidiados, con su casi plena garantía de emisión, sin que exista una medición real y consistente de su audiencia, es un saludo a la bandera. Lo de Telemedellín hoy, es otra alerta más sobre eso que pagamos como público sin que lo usemos y peor, sin que nos importe.

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