Escuchar artículo
|
Cuando estaba empezando la década de los 20, mis amigos de entonces elogiaban mi forma de ser porque parecía uno más entre ellos. Decían que mi personalidad era de hombre, básicamente porque me adaptaba con facilidad a sus planes, sin poner problema. “Todoterreneno” decían, y yo recibía aquella descripción con favorabilidad y alguna sonrisa de logro.
Veinte años después no me hace gracia la interpretación de esa cualidad. Es decir, valoro mucho en las personas la capacidad de comprender las circunstancias y comportarse de acuerdo a las exigencias de las mismas, sin embargo, mis amigos de entonces estaban equivocados al pretender ponderar esta forma de ser como algo de ellos, de su universo de hombres antioqueños.
En la historia de Colombia la violencia, la exclusión y el machismo se trenzan de manera muy sofisticada. El lazo que surge azota con preponderancia a niñas y mujeres. Y esta realidad se expresa incluso en los discursos cotidianos. Cuando hemos sido capaces de superar la adversidad, somos guerreras. Cuando encontramos oportunidades y mejoramos nuestras condiciones generamos sospecha. Cuando resaltan nuestras capacidades, somo como hombres.
Entonces, se nos exige que cumplamos con unos cánones relativos a lo femenino. Ahí sí, que parezcamos muy mujeres: cuerpo, rostro, pelo, uñas, depilación. Pero, en otros ámbitos ojalá que no hablemos mucho, que no discutamos una decisión y que nos acojamos a la lógica de hombres dominantes. Este parece un discurso trasnochado, y ojalá así lo fuera, pero aun ahora, en la cotidianidad, se mantiene y se reproduce el mismo lazo.
En el hogar, en el trabajo, en la universidad. En cada espacio del día a día seguiremos insistiendo. Al asumir lo femenino como un universo amplio y complejo, aceptamos que allí radica nuestra fortaleza. Nuestra existencia es cíclica y cada día del mes tenemos potencias creativas distintas. Tenemos la capacidad de poner nuestras emociones al servicio de otros, consideramos sus dolores y sus alegrías y somos solidarias con sus realidades.
Hemos dado pasos colectivos e individuales que son ejemplo suficiente de nuestras capacidades como mujeres. Y, poco a poco, vamos trasformando ese lazo que nos azota en una nueva trenza de solidaridad, inteligencia y consideración. Un lazo que también abraza las dimensiones de otros, que acoge la condición humana en todas sus expresiones, sin ingenuidad. Un lazo que nos une a otros sin ahogarnos. Y no, no quiero ser todoterreno, quiero ser destrenzadora de un lado y trenzadora de otro.