No apta para señoritas: las penas de la ansiedad

No apta para señoritas: las penas de la ansiedad

La ansiedad es una cosa muy jodida. Sigue siendo un tema del que poco hablamos públicamente porque sentimos pena. Pena en dos sentidos: en el de vergüenza y en el de padecimiento.

Vergüenza porque saberse ansioso nos ubica en nuestros entornos como incapaces e incomprendidos. ¿Por qué sentir ansiedad cuando las condiciones materiales son amables? ¿Por qué si tenemos alimento, techo, amigos, familia y amores? Pues precisamente porque somos seres complejos y, más allá de aquello que algunos consideran necesidades básicas (muy replanteadas, por lo demás), los seres humanos tenemos necesidad también de reconocimiento, de entendimiento, de participación, de libertad, entre otras, y el contexto social en el que vivimos no es precisamente el que mejor espacio para ello nos brinde;  al contrario, es injusto, exigente, acelerado y nos pone en un estado repetitivo de incertidumbre y desubique.

Padecimiento porque el cuerpo en sus dimensiones material y espiritual no se halla. El cerebro se revoluciona y no hay concentración posible. Entonces, la ansiedad nos genera pena porque no es fácil comprender qué pasa con nosotros cuando nuestros sistemas químicos y biológicos no logran consistencia. Mientras tratamos de hacer una cosa pensamos en las cuentas por pagar, en el bombillo que titila, en los pies fríos, en “me quiere-no me quiere”. Truenan los dedos, los párpados se apresuran, el corazón se estalla, los pulmones no aguantan, las piernas bailan.

¿Qué hacemos, entonces? Las penas de la ansiedad nos desbordan y por eso tendremos que ponerlas en la agenda pública con mayor ímpetu. Insistir en que la época que nos correspondió es, especialmente, detonadora de nuestras explosiones ansiosas y que estas afectan la cotidianidad de quien las vive y de quienes están a su alrededor. No se trata de poner todas las causas de la ansiedad afuera, en el mundo cruel, pero sí de ubicar que hay asuntos que nos superan y nos apabullan.

Cabe, claro, asumir la responsabilidad individual de reconocer nuestros padecimientos y buscar formas de solucionarlos. Hablar con los cercanos, ser conscientes de las propias posibilidades y de los límites y hacer terapia. Sin embargo, esa determinación del ansioso además de íntima, es, insisto, un asunto público. Y lo es porque para ir constantemente donde el terapeuta y, si corresponde, asistir al psiquiatra y tomar medicina, exige, por lo menos, de ingresos económicos estables para poder pagar esas opciones; mientras tanto lo que abunda es el desempleo, la informalidad y el trabajo mal pago; un círculo que multiplica la ansiedad.

De nuevo, ¿qué hacemos, entonces? Tal vez, primero, reconocer los síntomas y buscar ayuda en las redes más cercanas. Cuidar de nosotros y de los nuestros. Y luego, seguir alzando la voz para que los padecimientos mentales sean atendidos por el gobierno con políticas públicas consistentes y que así dejen de ser los temas que muchos padecemos y pocos asumen. Y, con mayor contundencia, que los gobiernos atiendan las causas sociales que generan la ansiedad. Es decir, obrar en las causas, no solo en las consecuencias.

Ad portas de elecciones, nos queda revisar con lupa cuál candidato tiene la salud mental como uno de los ejes de su plan. Que no nos de pena hacer seguimiento y exigir.

4.8/5 - (6 votos)

Compartir

Te podría interesar