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Hace tres años la humanidad frenó en seco luego de que la OMS declarara la pandemia por el virus SARS-CoV-2. Cerraron las fábricas, los restaurantes, los bares, y los gimnasios. La gente se fue a trabajar a casa, los aviones desaparecieron del cielo, se suspendieron los conciertos, festivales, los Juegos Olímpicos, y todos los eventos masivos de entretenimiento. Mientras tanto, los hospitales no daban abasto y los médicos, enfermeros y demás personal de la salud se convirtieron en los soldados y combatientes más feroces para intentar aplacar los síntomas del terrible y temido virus.
Desde sus casas y sus posibilidades, algunos vivieron la pandemia mejor que otros. Para unos, el confinamiento fue la parada obligatoria de un ritmo de vida frenético y en modo automático que les obligó a reconectarse con sus hijos, con su pareja o con ellos mismos en soledad. Para otros, significó la incertidumbre de no tener con qué mercar, con qué pagar arriendo y servicios y, peor aún, el encierro junto a sus abusadores 24/7. Han pasado tres años y las cifras sobre el deterioro de la salud mental son alarmantes. Según un informe de la OMS del año 2022, la prevalencia de ansiedad y depresión aumentó en un 25% debido al impacto que tuvo la enfermedad de COVID-19 en todo el mundo. La Organización hizo un llamado a los gobiernos para atender y mitigar esa otra pandemia silenciosa que son las enfermedades mentales, asunto que daría para escribir mil columnas, pero no es el tema central de esta.
Fueron meses de angustia e incertidumbre. Había un temor general latente de contagiarse del virus, o de morir asfixiados sin la posibilidad de un respirador, pues no había aparatos para tantos infectados. La pandemia, sin duda, nos recordó lo vulnerables que somos los seres humanos, la fragilidad de la vida y lo desastrosa que podría llegar a ser una guerra de armas químicas, mucho más rápida y letal que las que hoy se mantienen.
No tardaron los gurús —o pseudogurús— en empezar a hablar de una consciencia mundial, de un mensaje del universo o de los dioses a los que les hemos dado nombre, de ese momento sublime donde fuimos llamados a revisar nuestras prioridades y a estar presentes. Como en todo, muchos optaron por la idealización de la catástrofe como antídoto al tedio y a la angustia, y para dar por sentado su inmenso privilegio y obviar que, para la gran mayoría, no era momento de reflexiones místicas ni superficiales, sino de hambre, desasosiego, soledad y enfermedad.
El 2020 fue un año difícil. A la mayoría de las personas vivas no nos había tocado nada semejante. Nos volvimos obsesivos con el lavado de manos, la desinfección de los espacios, el uso del tapabocas, los protocolos de bioseguridad, los toques de queda, y, en Colombia, el absurdo pico y cédula para entrar a espacios comerciales. Gritamos a los cuatro vientos, aún con el temor de contraer el virus, que habíamos aprendido a valorar lo importante, a no quejarnos, a no dar por sentado nada, que nos habíamos “reinventado”. Como si la vida fuera una obra de teatro que permite ensayos y preparación.
Hoy, tres años y dos meses después, digo con certeza: no aprendimos nada. Siempre que entro a un baño público, por lo menos dos o tres mujeres salen sin lavarse las manos. Todas esas medidas exageradas que nos tenían al borde de la locura sólo fueron una pantomima para hacernos creer que estábamos muy protegidos contra el bicho, una especie de consuelo aséptico que duró hasta que los gobiernos empezaron a flexibilizar las actividades cotidianas y comerciales. Como en el colegio, hicimos las tareas para cumplir con un deber, no para aprender.
Esta semana me vi un documental en Apple TV llamado El año que cambió a la Tierra. Un retrato precioso, corto y muy diciente sobre cómo esa parálisis obligada le devolvió a la Tierra, a la naturaleza y a todas las demás especies, su aire, su cielo, sus océanos, sus bosques, sus ríos, sus hábitats. Todo lo que los seres humanos por años hemos colonizado y destruido, o inundado con metal, ladrillos y rascacielos, le volvió a pertenecer a la fauna silvestre.
Algo tan común para los seres humanos como el ruido que generan los barcos en los mares es un obstáculo para que las ballenas tengan una mejor comunicación. Gracias a esa pausa estos gigantes marinos aumentaron su interacción en el fondo del océano y navegaron en silencio desde Hawái hasta Alaska sin el perturbador ruido de las turbinas. Los guepardos, especie en peligro de extinción, pues sólo quedan aproximadamente 7.000 en el mundo, también se beneficiaron del silencio de la sabana africana debido a la interrupción de los famosos safaris. Hay que ver el documental para entender lo incómodo y peligroso que es para ellos intentar llamar a sus crías en medio del jolgorio del público.
Doce días después del confinamiento, un hombre en Jalandhar, India, pudo ver por primera vez con el cielo despejado, desde la terraza de su casa, el esplendoroso Himalaya, que siempre había tenido al frente, pero que la contaminación le había nublado. En Sudáfrica la población de pingüinos se multiplicó, debido a que las playas libres de turistas ya no significaban un impedimento para alimentar a sus crías varias veces al día.
Hoy queda poco de ese respiro que tuvo la Tierra, que no fue gracias a nosotros, pues el encierro y el freno que le pusimos a nuestro ritmo caótico de vida fue obligatorio. Solo lo hicimos por cuidarnos a nosotros como especie, de una forma como nunca lo habíamos hecho. Todo esto resurgió en pocos días bajo la mirada atenta de los guardabosques, protectores de reservas naturales y científicos exploradores que empezaron a notar estos sutiles cambios que no ocurrían desde hacía años.
Estas imágenes me recordaron una frase egoísta y alienada que solemos repetir las personas a manera de expiación: “La naturaleza se sacude para que la escuchemos y por eso ocurren los desastres naturales”, cuando bien sabemos que todas nuestras desgracias son consecuencia de la forma como nos hemos relacionado con ella y de nuestra intensa necesidad de conquistarlo todo sin pensar en su impacto.
La naturaleza no tiene nada en nuestra contra, es nuestra propia naturaleza la que nos llevará a la aniquilación, y ni una ni mil pandemias serán suficientes para que lo entendamos antes de que sea demasiado tarde.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/