En Colombia, la violencia no se vive en blanco y negro, y no se puede dividir con claridad entre los territorios de conflicto y los de paz. De hecho, son múltiples las regiones del país en donde predominan los contextos híbridos, caracterizados por la coexistencia diaria de formas de autoridad legal e ilegal: el Estado no está completamente ausente, pero tampoco es plenamente soberano. Y además, le toca combatir a empresas criminales que se especializan en ciertos mercados ilegales (e incluso, legales) específicos y que se distribuyen tareas teniendo en cuenta los recursos a disposición.
En estos contextos híbridos, ampliamente documentados por diversos expertos y organizaciones como la Fundación Ideas para la Paz, no es fácil diferenciar entre actores insurgentes y grupos de crimen organizado. De hecho, son territorios en donde conviven estructuras del Estado, redes comunitarias, actores criminales y, a veces, disidencias armadas. Y aunque la fuerza pública patrulla, los grupos ilegales se las arreglan para cobrar extorsiones a familias o negocios. Al final, la ciudadanía en general, que es aquella que siempre queda en el medio, es la que debe aprender a moverse entre esas múltiples lógicas.
Pensar en estos territorios solo como “conflicto” o “paz” es una simplificación que impide diseñar respuestas efectivas. En contextos híbridos, mejorar las condiciones de seguridad requiere ejercicios más ajustados a las particularidades de los territorios. Sin reconocer esta complejidad, las políticas públicas están destinadas a fracasar o a ser cooptadas: por un lado, aumentar el pie de fuerza se ve limitado ante la legitimidad disputada con los ilegales. Y por el otro lado, proponer cualquier tipo de obra pública puede naufragar si no hay coherencia, continuidad y coordinación.
No basta con que haya una escuela si no hay condiciones para enseñar. No basta con que llegue el Ejército si no hay justicia ni inversión social. Y no basta con declarar la voluntad de implementar la paz si la población sigue sin poder denunciar, sin rutas de protección o sin alternativas económicas reales.
Frente a esta realidad, los liderazgos comunitarios se vuelven clave. Son ellos quienes conocen los límites reales del poder, quienes identifican los actores en disputa, quienes saben cómo se produce la convivencia local. Escucharlos no es un acto simbólico: es una estrategia de supervivencia institucional en medio de las dinámicas que se experimentan en los contextos híbridos.
Ni la guerra ni la paz describen con precisión lo que vive buena parte del país. Es hora de abandonar esas categorías binarias y empezar a hablar con claridad de los contextos híbridos. Nombrarlos es el primer paso para intervenirlos con responsabilidad (donde el lenguaje falla, también fallan las soluciones). El segundo, y más urgente, es atreverse a gobernarlos.
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