Llegó diciembre. Las luces, el frenesí, la música navideña, la comida típica, ese espíritu que se toma familias y oficinas, y alrededor del cual todos parecieran tener una forma más animada y positiva de ver la vida.

Llegó diciembre y con él también los niños en los semáforos, pululando como hormigas, atrapando cada carro que para, cada pasajero, con sus caritas inocentes, con su deseo de felicidad material, con sus padres y madres observando desde la acera, con sus ansias de cualquier cosa que pueda convertirse en un regalo navideño.

Y es que hemos convertido este mes en el tiempo de dar regalos. Regalos como un símbolo de cariño, de compartir con el otro, de agradecimiento quizás. Regalos que no todos pueden dar, que la pobreza con sus crueles garras impide, pero que las luces y el ambiente hacen necesarios. Regalos que los niños esperan y que buscan con ansias porque nosotros, padres, madres y adultos privilegiados hemos hecho entender que solo aquel que es malo tiene un diciembre sin regalos. 

Vemos entonces cómo cada semáforo, mientras más avanza diciembre se va llenando de familias con sus hijos pequeños. Ya para nosotros, en Medellín, los bebés en los semáforos, lastimosamente, hacen parte del paisaje, pero en este mes en particular dicho paisaje se intensifica. 

Familias enteras van tomando posición en aquellas calles que creen estratégicas. Los papás y mamás con carteles alusivos a su situación de pobreza y los niños y niñas, esos que deberían estar jugando, viviendo sin pretensiones materiales porque su realidad no se los permite, con sus caritas y el deseo impuesto del “traído del niño Jesús”, pidiendo cualquier cosa, cualquier juguete, cualquier regalo que les haga sentir que sí se manejaron bien. 

Por otro lado, adultos privilegiados, con el ánimo de purgar nuestras culpas por un año lleno de excesos, por nuestro egoísmo recurrente, por nuestra constante falta de ética, por parecer y no ser esas personas pujantes, correctas e íntegras que decimos ser; compramos regalos de $2.000 porque siempre la cantidad es mejor que la calidad y llegamos con nuestras bolsas repletas de plástico de colores a repartir felicidad cual Papá Noel, sintiendo que con cada muñeca, con cada carrito regalado le estamos cambiando la Navidad a un niño. Nos vamos con nuestros corazones llenos de orgullo por la tarea hecha, del amor al prójimo, del bien ajeno, a seguir con nuestras vidas egoístas, indiferentes y carentes de empatía los otros once meses del año. Porque sin duda, el espíritu navideño saca lo mejor de nosotros.

Y los niñitos y niñitas desesperados por abrir su regalo, el infortunio del consumismo en su máxima expresión. Miran con efusividad esa muñeca rosa o ese carrito azul que solo durará un par de días, pensando que siempre hay alguien bondadoso que venga con su dinero a mostrarles que sí se portaron bien durante el año. Y los padres y madres, que observan desde la acera, creyendo que hicieron lo correcto al llevar a sus pequeños a recolectar regalos de un desconocido, los abrazan esperando que ese regalo pueda compensar todo un año lleno de carencias. 

La porno miseria en su máxima expresión. La tristeza de la pobreza que no nos esmeramos en cambiar durante todo el año. El consuelo de ver una sonrisa en un niño, así la sonrisa sea de dolor.

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