Para escuchar leyendo: Lejana tierra mía, Alfredo Le Pera.
Hay nostalgias que pesan como herencia y otras que pesan como ruina. En Antioquia cargamos ambas: la herencia de la colonización, con sus relatos de machete y montaña, la narrativa que no acepta imposibles, y la ruina de habernos quedado en ese mito que ya no alcanza para sostenernos en pie.
Durante décadas nos repetimos el cuento de que éramos los más trabajadores, los más creativos, los más “echados pa’ delante”. Se nos volvió mantra lo del empuje paisa, como si esa palabra mágica pudiera abrir puertas donde no hay siquiera paredes. Y claro, hubo tiempos en que era verdad: Gonzalo Mejía, el fabricante de sueños, añorando aviones en una ciudad de mulas, Coroliano Amador levantando industrias en medio de montañas, Alejandro Echavarría imaginando fábricas que dieron empleo y orgullo, construyendo hospitales para doscientos siglos. Gente que supo torcerle el cuello a la geografía para inventar un futuro, gente que se entendió más grande que su propio tiempo, gente que le señaló el rumbo a una nación incipiente.
Pero ¿qué nos pasó? ¿En cuál curva del camino nos sentamos a contar las glorias como quien repite un rosario gastado? Nos aferramos tanto a la Antioquia de la colonización y a la Medellín de las chimeneas, que olvidamos que los mitos también caducan. Que repetirlos sin transformarlos es condenarse a la parodia.
Hoy, cuando el mundo pide innovación, lo que ofrecemos es nostalgia, o remedios de proyectos que no responden a las urgencias de la ciudad (¡¿Un mar artificial en una ciudad que no sabe qué hacer con su urbanización irregular?!). Nos quedamos mirando el retrovisor, celebrando próceres industriales como si fueran eternos, mientras los liderazgos nuevos apenas se asoman y, cuando lo hacen, parecen tímidos, más preocupados por heredar apellidos que por abrir caminos. La palabra “pujanza” se nos volvió muletilla vacía: la decimos en jingles de campaña, en vallas turísticas, en discursos empresariales, pero ya no la vemos en la calle, en la política, en la academia.
Quizás lo más duro es aceptar que Antioquia dejó de creer en sí misma como posibilidad futura y se quedó creyendo en ella solo como recuerdo. Y un recuerdo, por entrañable que sea, no construye hospitales ni empresas, no siembra universidades ni genera confianza. El recuerdo no basta para el futuro.
No se trata de negar lo que fuimos, menos aún dejar de celebrarlo. Nadie puede negar que este valle parió hombres y mujeres capaces de hacerse dueños de la voluntad y del destino. Pero lo que urge es preguntarnos quiénes son —si existen— los Gonzalos Mejía de hoy, las Luz Castro del siglo XXI, los genios de idea fresca. Y si no los hay, si no los reconocemos, quizás debamos admitir que el mito cumplió su ciclo y que el “empuje paisa” ya no es una fuerza vital, sino un eslogan de feria.
La nostalgia, como decía Abad Faciolince, duele en ida y en regreso. Aquí nos duele quedarnos, porque nos sentimos estancados; y nos duele irnos, porque afuera descubrimos que ya no somos distintos, que el mito no nos salva de la mediocridad global (porque la ausencia de referentes la sufre el mundo entero). Tal vez la cura sea más humilde: dejar de venerar el pasado con la sacralidad inamovible del dogma y empezar a inventar otras formas de futuro. Como dijo Porfirio, después está la vida, el tiempo, el mundo.
Porque de nada sirve repetirnos que fuimos grandes si no somos capaces de volver a serlo.
Ánimo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-henao-castro/