Casi dos décadas, apenas interrumpidas por el gobierno de Mauricio Macri, estuvo la Argentina bajo el yugo del peronismo, tanto en la escena nacional como en la mayoría de las provincias. Néstor y Cristina Kirchner supieron construir y aceitar una poderosa maquinaria clientelar que sostuvo en el poder a un régimen corrupto y empobrecedor. Detrás de la fachada del justicialismo no había más que un entramado de funcionarios oportunistas e incompetentes que sumieron al país austral en una crisis fiscal, política y económica permanente.
La salida, como casi todo en aquel país, apareció de forma apasionada, arrolladora y sin matices. Javier Milei, un economista intrascendente y violento, pasó rápidamente de panelista de talk show y youtuber a presidente de la nación. Con insultos, amenazas y caricaturizaciones se abrió paso en una Argentina que no soportaba cuatro años más de despilfarro y saqueo de las arcas públicas. Sin embargo, Milei, lejos de representar una solución, terminó atomizando todavía más el enrarecido escenario político.
No sacó a la casta: cogobierna con ella. No expulsó a los parásitos del poder: creó y alimenta a uno mayor, su hermana Karina, quien concentra un poder desmedido y ya cuenta con investigaciones abiertas por delitos contra la administración pública. Karina Milei ha edificado una red de lealtades ciegas, contratos opacos y manejos oscuros que contradicen la supuesta cruzada anticorrupción del presidente. Su rol no es el de simple asistente: actúa como una verdadera regente, una sombra que domina ministerios, cargos y presupuestos. La corrupción, en vez de reducirse, se ha multiplicado bajo un nuevo apellido.
Mientras tanto, Milei despliega su personalidad caótica en cada escenario. Grita en conferencias de prensa, insulta a colegas, ataca a periodistas y convierte la política en un espectáculo grotesco. Su estilo desbordado, cargado de histrionismo y violencia verbal, no solo debilita su figura, sino que degrada la institucionalidad. La imagen que proyecta al mundo no es la de un estadista, sino la de un agitador que confunde la Casa Rosada con un set televisivo.
Aunque su programa económico parecía tener cierta lógica inicial para sacudir a una economía shockeada, el problema es que Milei carece de método, disciplina y equipo. No gobierna: improvisa. Se refugia en consignas ideológicas y en propaganda virulenta que intenta maquillar su incapacidad para ejecutar políticas concretas. Lo que se vende como revolución liberal termina siendo una parodia populista, sostenida en marketing digital y en el culto fanático de sus seguidores. Milei es, en definitiva, un polo de atracción de incautos: apariencia sin sustancia.
El costo político de su caótico desempeño quedó en evidencia. En las elecciones legislativas provinciales de Buenos Aires sufrió una derrota aplastante, con catorce puntos porcentuales de diferencia frente a sus opositores. Esa paliza, a medio término, vuelve cuesta arriba la gobernabilidad. Paradójicamente, el peronismo, al que juró destruir, se fortalece gracias a él. Milei no ha enterrado al justicialismo: lo ha revitalizado.
El mayor logro de Milei no ha sido acabar con el peronismo, sino revivirlo. Y su mayor legado, hasta ahora, es haber reducido la presidencia de Argentina a un espectáculo patético, aplaudido por fanáticos y despreciado por el mundo.
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